por Jesús Silva-Herzog Márquez – Es notable que el presidente Calderón haya acudido al Congreso a entregar su Informe de Gobierno cobijado por un amplio respaldo popular. Llamativo por sorprendente. El presidente no ha hecho mucho más que reconstituir el estilo de gobernar y sin embargo, es visto como un político con capacidad de mando, aunque un tanto distante de la gente. Así lo sugiere la encuesta publicada el sábado pasado por Reforma. Como en tiempos de campaña, los respaldos de Calderón son muy desiguales regionalmente. El norte lo sigue decididamente; en el sur sus apoyos apenas se alzan por encima de las críticas. Pero en todas las regiones del país que dibuja esta radiografía prevalece una imagen positiva del Ejecutivo.
La estrategia del contraste ha dado resultados en el clima de la opinión. Sin embargo, más allá de esa exitosa construcción de imagen, el presidente Calderón parece un presidente atrapado. En nueve meses hemos sido testigos de abdicaciones importantes, provincias cedidas, iniciativas relegadas. A menos de un año de Gobierno, puede vérsele aprisionado en una maraña de intereses que no tiene la menor intención de lastimar. Tal parece que ha llegado a la conclusión de que esas estructuras son demasiado poderosas y hay que hacer las paces con ellas. Entiendo bien que un presidente debe ser realista. En las circunstancias actuales, serlo implica advertir las magnitudes de lo impracticable. Ser prudente supone reconocer límites. Claro: no todo lo deseable es factible. Claro: es indispensable ajustar las expectativas al contrapeso de la realidad. El realismo llama entonces a la elección de las batallas. De lo contrario el realismo racionaliza una resignación. Ahí está la pregunta central para Felipe Calderón: ¿qué batallas piensa dar como presidente de México?
Ya sabemos que no está dando la batalla por la educación. Antes de dar la pelea por la calidad, entregó la plaza al sindicato. Sin el menor recato, insertó en posiciones clave a delegados del interés magisterial. La Administración no piensa en la educación como la palanca de transformación que merece una profunda sacudida, sino como una zona de poder sustraída del influjo gubernamental. Sea por gratitud o por temor, el Gobierno Federal ha establecido con el sindicato un arreglo costosísimo para el futuro del país. La Administración de Calderón no ha sido capaz, siquiera, de dar continuidad a buenas iniciativas recientes que buscaban abrirnos los ojos. Hace un año podíamos tener un retrato confiable de nuestras escuelas y del desempeño de nuestros hijos. Podíamos saber cuáles eran las mejores escuelas del país. Ahora eso ya no será posible. Se nos dice que era incorrecto comparar planteles rurales con urbanos; escuelas públicas y privadas. El argumento del vendaje oficial es asombroso: estaremos mejor si evitamos mediciones públicas que puedan llegar a ser ofensivas. Las implicaciones de este retroceso impuesto por el sindicato son profundas.
La autoridad educativa confiesa que ha abandonado el proyecto de establecer un piso educativo común para todos los mexicanos. La educación pública tendrá sus indicadores que en nada se parecerán a los índices de la escuela privada y las escuelas rurales seguirán sus propios puntajes. Tan impecable lógica podría extenderse a otros terrenos. Ya sabíamos que las comparaciones ofenden. Deberíamos establecer mecanismos autóctonos de medición mexicana para no vernos en posición desagradable en el mundo. No es justo comparar a un país desarrollado con uno que se empeña en no serlo nunca.
También se percibe a un presidente cercado por los partidos. El PRD, detenido en su obsesión por 2006, no le da un segundo de respiro; el PRI, aprovechando el vacío de la segunda fuerza, impone sus condiciones. Y el PAN, por su lado, despliega en cada oportunidad su propensión a alimentarse de anzuelos. Tal parece que los partidos han resuelto ya el trazo básico de una reforma electoral. La propuesta tiene elementos positivos y huecos importantes. Los especialistas desmenuzan en estos momentos sus avances y sus omisiones. Yo sólo comentaré aquí su mensaje esencial: fortificar el imperio de los partidos y vulnerar la autonomía del árbitro.
Es cierto que una institución es más que las personas que la dirigen. La renuncia de un directivo no equivale a la desaparición de un órgano. Pero la configuración legal del titular es vital para su funcionamiento. Los órganos autónomos requieren de fortificaciones para desempeñar su papel. Por eso es crucial el largo periodo de responsabilidad y la inamovilidad de jueces constitucionales y banqueros centrales. Eso les permite actuar por encima de los actores económicos o políticos; eso los desembaraza de seducciones y coacciones. Es una señal ominosa que los partidos destituyan a su moderador. Es grave que lo enjuicien en secreto y lo reprendan.
El recado de la decisión es muy claro: la sobrevivencia del órgano regulador depende del beneplácito de los sujetos «regulados.» Las instituciones de la neutralidad no escapan del comercio: son puestas a subasta política.
Los legisladores del PRI y del PRD habrán impuesto sus condiciones. Se desharán de consejeros que repudian y pondrán en su sitio a los suyos. No es claro lo que puedan ganar los panistas con esto y en particular, por qué Calderón respaldó una iniciativa que vulnera una autonomía vital para la democracia. Si estuvo dispuesto a lastimar la independencia del árbitro electoral por reformas mediocres, ¿qué oferta lo convencería para mordisquear la autonomía de la Suprema Corte? ¿Qué amenaza lo persuadiría para entregar el Banco de México?
Se trata, en suma, de otra expresión de un presidente atrapado, un presidente que no sabe qué batallas librar.
J. Silva-Herzog Márquez es un destacado politólogo mexicano.
Publicado el 3 de setiembre de 2007 en el blog del autor. Reproducido en el semanario Peripecias Nº 64 el 5 de setiembre de 2007.