
por Guillermo Castro H. – La Asamblea Nacional de Panamá adelanta el debate de nuevos instrumentos legales para la gestión del agua. Al respecto, la abogada ambientalista Susana Sarracín hizo recientemente, a través del diario La Prensa –el más importante del país– un llamado a la participación ciudadana bien informada en ese debate, ampliándolo más allá del Palacio Legislativo. Ese llamado no puede ser más oportuno, y será útil en la medida en que estimule una participación bien informada tanto en relación a los textos legales que son objeto del debate legislativo, como en lo que hace a los problemas más generales que plantea la gestión de los recursos hídricos en una perspectiva de desarrollo sostenible.
Para la discusión resultará muy importante, por ejemplo, distinguir entre el agua como elemento natural abundante y como recurso natural escaso. Un elemento natural, en efecto, es transformado en un recurso mediante la aplicación de trabajo socialmente organizado. Ese carácter social se expresa de manera puntual en las formas que adoptan los procesos de cooperación necesarios para producir los recursos que la sociedad demanda. Y, en esa perspectiva, destaca aquí el hecho de que en todas las sociedades contemporáneas, el marco social fundamental de organización de esos procesos de cooperación es el mercado.
En el caso del agua, sin embargo, este planteamiento general debe ser objeto de algunas precisiones. El agua, en efecto, constituye recurso que condiciona virtualmente toda otra actividad productiva y, de manera destacada, aquellas relacionadas con la producción de alimentos, energía y por supuesto, de la propia vida humana. Es ese carácter de condición de producción lo que obliga a considerar el agua como un bien público, que debe ser administrado por el Estado en tanto que representante del interés general de la sociedad.
Este planteamiento abstracto también demanda algunas precisiones concretas, pues en cada sociedad aquel interés general se expresa de manera distinta. Las diferencias dependen, aquí, del grado de organización y cultura –esto es, conciencia de sí mismo y de sus propios intereses en sus relaciones con otros, y con el mundo natural– de cada uno de los sectores que integra cada sociedad. Esto abre un abanico de opciones para la administración del agua como bien público en una economía capitalista. En un extremo de ese abanico, el Estado asume el monopolio de todas las funciones relacionadas con la producción y la distribución del agua a otros productores. En el otro extremo, el Estado transfiere por completo esas funciones a operadores privados y retiene para sí tareas de regulación y control del cumplimiento de esas funciones productivas.
Entre ambos extremos, naturalmente, hay múltiples combinaciones intermedias, pero en todos los casos el Estado conserva una función de intermediación política entre todos los sectores sociales involucrados. Ese papel de intermediación política puede ir desde la gestión de conflictos relacionados con el agua por vía de la negociación, hasta la represión de expresiones de descontento asociadas a tales conflictos. En un sentido más amplio, cualquiera de esa combinaciones puede ser entendida como una respuesta específica a un problema de orden general: el de la organización de un mercado de bienes y servicios ambientales o, lo que es igual, el de la transformación de la naturaleza en capital natural. En el caso de Panamá, la organización de ese mercado y la conducción de ese proceso de transformación constituyen la razón de ser de la Autoridad Nacional del Ambiente –creada apenas en 1998–: la forma en que esa tarea es llevada a cabo se sintetiza –justamente– en el lema institucional de Conservación para el Desarrollo Sostenible.
Lo esencial, en todo caso, consiste en que el éxito o el fracaso del Estado en el cumplimiento de esa función dependerá de la correlación general de fuerzas – o debilidades – que se derive del grado de desarrollo relativo de todas las partes involucradas, incluyendo por supuesto a todas agencias gubernamentales involucradas. Es bajo esa luz que cabe considerar las implicaciones de la legislación en materia de gestión de recursos hídricos que actualmente se discute en Panamá. En nuestro caso, por ejemplo, si bien la Autoridad Nacional del Ambiente viene desempeñando un papel de creciente importancia en la gestión del proceso de organización del mercado de bienes y servicios ambientales, el Estado no parece haber emprendido un verdadero esfuerzo de deslinde de la trama –cada vez más complicada– de sus propias estructuras de gestión en materia de agua, que hoy incluyen, además –y entre otros–, al Instituto de Acueductos y Alcantarillados Nacionales, la Autoridad del Canal de Panamá, el Ministerio de Salud y la recién creada Autoridad de los Recursos Acuáticos, para mencionar los más relevantes. Por otra parte, tampoco parece estar ocurriendo gran cosa en la creación de las capacidades técnicas y culturales necesarias para una gestión moderna del agua en Panamá, a través de la organización por ejemplo de una oferta científica y académica bien integrada en este campo. Así, seguimos siendo un país rico en agua que carece de escuela de ingeniería hidráulica y de las instituciones de investigación y enseñanza que aborden los problemas del agua en lo que hace a su economía y su gestión.
El ambientalismo panameño, por su parte, apenas empieza a rebasar su horizonte conservacionista de origen, que tiende a converger con posiciones muy conservadoras en el plano político y a distanciarlo de otros movimientos y sectores sociales importantes –como el de los trabajadores y el de los sectores empresariales vinculados a temas de Producción Más Limpia, al Mecanismo de Desarrollo Limpio y a la promoción de la responsabilidad social empresarial–, todo lo cual conspira contra la posibilidad de un adecuado control social de la gestión pública y de los comportamientos privados de interés social. Esto es particularmente preocupante, porque en una sociedad como la nuestra la debilidad en el control social de la gestión pública se traduce por necesidad en distorsiones del mercado a favor de sectores privados de carácter monopólico.
En un marco así planteado, los administradores y técnicos tienden a desesperarse con los intelectuales que no terminan de decirle qué hacer. Ante eso, solo cabe decir dos cosas. La primera es que para tener buenas respuestas es necesario disponer de buenas preguntas. La otra, que en política sólo podemos escoger entre inconvenientes. En este caso, se trata de optar entre los problemas que origina la falta de mecanismos, procedimientos y capacidades de gestión correspondientes a las necesidades de un desarrollo que sea sostenible, y los que inevitablemente acarreará cualquier solución que se llegue a establecer. A fin de cuentas, en eso consiste la libertad: en poder decidir con qué problemas queremos vivir, y con cuáles no estamos dispuestos a hacerlo, y en atenernos a las consecuencias de lo que decidamos hacer al respecto.
G. Castro Herrera es Licenciado en Letras y Doctor en Estudios Latinoamericanos y presidente de la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental.
Publicado en el semanario Peripecias Nº 70 el 24 de octubre de 2007.