por Roberto Gargarella – Desde hace varios años, y de distintos modos, el discurso de los derechos humanos viene siendo objeto de recurrentes análisis críticos. El profesor de Yale Samuel Moyn dedicó varios libros a mostrar de qué modo la retórica de los derechos humanos –convertida en la “última utopía” de nuestra era- había ganado fuerza, al mismo tiempo en que se imponían en el mundo programas económicamente regresivos. Moyn no pretendió denunciar entonces la presencia de un vínculo causal entre ambos fenómenos (los ajustes económicos como resultado de el auge de los derechos humanos), pero sí la presencia de una correlación que sugería el descuido o desinterés mostrado por los defensores de los derechos, en torno a cuestiones relativas a las desigualdades económicas.
La académica australiana Rosalind Dixon ensayó, recientemente, un camino crítico diferente -aunque finalmente relacionado con el anterior- al hablar de “los derechos como sobornos”. Otra vez, se trataba de un autor/a de fuerte compromiso con el pensamiento de izquierda, que procuraba dejar en claro, empíricamente, los problemas generados por el discurso de los derechos. Con sus trabajos, Dixon nos demostró de qué modo, en muchas regiones del mundo (el caso de Latinoamérica en general, y el de Ecuador en particular, representa uno de sus ejemplos principales) gobiernos con una retórica de izquierda habían “concedido” derechos como prenda de cambio destinada a autorizar o “encubrir”, finalmente, el reforzamiento de los poderes presidenciales.
En lo personal, a mí mismo me interesó mostrar, en varios trabajos enfocados sobre “la sala de máquinas de la Constitución,” un problema recurrente en el constitucionalismo latinoamericano, al menos desde la sanción de la “revolucionaria” Constitución de México, en 1917. Reproduciendo el ejemplo mexicano, todas nuestras Constituciones fueron modificadas muchas veces, en estas décadas, repitiendo siempre el mismo parámetro: “modernizamos” y ampliamos la lista de los derechos incorporados en la Constitución, mientras preservamos casi intocada la organización del poder, insistiendo sobre el “viejo” esquema de poderes concentrados y hostiles a la participación popular. De ese modo, en América Latina tendimos a “fracturar” nuestras Constituciones en dos partes, que comenzaron a orientarse en direcciones contradictorias: una “nueva” sección de los derechos, acorde con los “nuevos tiempos” (“estilo siglo xxi”), y una “vieja” sección referida a la organización del poder, propia de los “viejos tiempos” (estilo siglos xviii o xix). Por un lado, así, ampliamos entonces la lista originaria de derechos civiles y políticos, para “acumular”, por encima de aquellos, derechos económicos y sociales primero, luego derechos humanos, y más tarde derechos multiculturales. Mientras tanto, y por otro lado, tendimos a mantener prácticamente intocada el esquema de organización del poder que, en nuestro caso, persistió con el perfil que habían imaginado Juan Bautista Alberdi para la Argentina, Andrés Bello para Chile, o José María Samper para Colombia: un esquema de distribución y balance de poderes arcaico, propio de los tiempos de la “desconfianza democrática” y el elitismo constitucional.
La “desconfianza democrática” propia del siglo xix, ayuda a explicar y entender la “disconformidad con la idea de derechos” que comienza a extenderse ahora, a comienzos del siglo xxi. Ocurre que hoy empezamos a reconocer de qué modo nuestras instituciones básicas -el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo, el Poder Judicial, pero también nuestra organización económica fundamental- responden a viejos criterios elitistas, que no han sido cambiados, en tiempos durante los que, sin embargo, expandimos radicalmente nuestras exigencias democráticas, y a la vez re-escribimos, una y otra vez, nuestro esquema de derechos. La pregunta obvia es entonces: por qué no aprovechamos tantos cambios para cambiar también lo más importante -el sistema de organización del poder- que optamos, empero, por mantener intocado? Moyn podría decirnos que el discurso de los derechos distrajo nuestra atención del foco más importante: el de las desigualdades materiales. Dixon podría decir que, en realidad, muchas voluntades fueron “compradas” por el poder, que se encargó de “entregar” o distribuir derechos como “maná del cielo”, mientras se reforzaba en su puesto. Yo agregaría que la política, por buenas y malas razones, aceptó las demandas sociales que tradujo como reclamos por “nuevos derechos”, mientras se cuidó de mantener bajo siete llaves a la “sala de máquinas” de la Constitución. Como si nos dijeran: nada de lo realmente importante puede modificarse.
Finalmente, esto fue lo que ocurrió con la misma Constitución de México, en 1917, y lo que nos revela esta anécdota: en su discurso frente a la Convención Constituyente de México, en 1916, el líder revolucionario Venustiano Carranza les dejó en claro a los constituyentes “revolucionarios” que ellos podían incorporar nuevos derechos a la Constitución, pero que ni se les ocurriera modificar una estructura de poder que debía seguir estando al servicio de la preservación del “orden” y el mantenimiento de la “autoridad” presidencial. La revolución no podía llegar tan lejos.
Los comentarios anteriores, según entiendo, resultan iluminadores sobre la política de nuestro tiempo. Muchos vivieron, por ejemplo, durante más de diez años, cegados por la retórica de los derechos (“el gobierno de los derechos”), y esa embriaguez les impidió reconocer de qué modo aquellos discursos reivindicativos ocultaban la sedimentación de prácticas hostiles a la participación popular cotidiana (“si quieren cuestionarme, formen un partido político y gánenme las próximas elecciones”), a la vez que ayudaban a reforzar las desigualdades materiales habituales en nuestra historia. El actual gobierno, mientras tanto, llegó envuelto en una retórica igualmente seductora, la de la “nueva política”, que vino a encubrir los modos en que los proclamados cambios servían para que, institucionalmente, todo se mantuviera igual: el elitismo democrático sigue conviviendo con nosotros.
Desde los informados cambios en el financiamiento de la política, hasta la reforma judicial, todos los anuncios gubernamentales revelaron, finalmente, la insoportable persistencia de las viejas oligarquías: la “familia judicial” se auto-protege; la Iglesia mantiene un poder de veto inaceptable dentro de una sociedad laica; el poder económico sigue colonizando a la vida política. Para quienes aspiramos a una democratización de la sociedad “todo a lo largo” (democracia política, democracia económica), se trata de una mala noticia: continuamos transitando por “tiempos molestos”. La buena noticia, en todo caso, es que hoy todo se ve más claro: cada vez hay menos espacio para los viejos cantos de sirena.
Publicado originalmente en La Nación (Buenos Aires), 4 octubre 2018.