por Roger Bartra – El 2 de julio de 2006 la élite política e intelectual asociada a López Obrador estaba absolutamente segura de que su candidato a la presidencia ganaría las elecciones holgadamente. El hecho de haber perdido por muy pocos votos, menos de un cuarto de millón, generó una gran frustración y un mayor desconcierto. Era evidente que un granito de sensatez en la campaña electoral de la izquierda hubiese bastado para ganar. Si no se hubiese insultado al presidente llamándolo chachalaca… Si los voceros del candidato de la coalición de izquierda hubiesen sido menos arrogantes… Si se hubiese tenido una actitud más razonable ante la clase media y los empresarios… Si el equipo de López Obrador hubiese sido más de izquierda y con menos priistas oportunistas reciclados… En fin, si se hubiese hecho una campaña más inteligente y menos agresiva, hubiese ganado López Obrador la presidencia.
López Obrador fabricó una mezcla incongruente que acabó en un cóctel fatal que le estalló en las manos. Presentó un programa que difícilmente podía ser considerado de izquierda pero lo hizo con una actitud muy ruda. La combinación de blandura y dureza –de mansedumbre y terquedad– fue catastrófica. Ideas blandas en una cabeza dura no podían dar un buen resultado. Con ello se dilapidó la ventaja que durante meses las encuestas le atribuían a la Coalición por el Bien de Todos. La victoria que parecía estar al alcance de la mano se esfumó.
No quiero decir con esto que el fracaso de la izquierda se debe a la personalidad de su candidato. Creo que estas paradojas obedecen a un problema más vasto. Durante muchos años, especialmente después del derrumbe del bloque socialista, en la izquierda ha ocurrido un lento proceso de sustitución de las ideas por los sentimientos. Las ideas han ido retrocediendo ante las pasiones. Como el corpus ideológico tradicional estaba cada vez en peores condiciones para ilustrar el camino de la izquierda, se acudía cada vez más a recursos sentimentales para apuntalar el maltrecho edificio de los partidos progresistas. De esta manera se apelaba a los sentimientos nacionalistas, a las fobias contra los países ricos y al amor por los agraviados o desposeídos, para justificar las carencias ideológicas. Si el marxismo en sus diversas variantes no servía ya para entender el mundo, se acudía a las emociones para paliar las frustraciones. No es un recurso raro o desconocido: la derecha con frecuencia ha usado los sentimientos religiosos para compensar sus carencias y vaciedades.
Estos procesos son dañinos porque se desgastan rápidamente y llevan a las fuerzas políticas a condiciones peligrosas. De allí surgen los odios contra los adversarios, que son vistos como enemigos. Es cierto que también asoman los sollozos de los políticos acongojados por la espantosa situación de los pobres y los miserables. Aparecen igualmente el amor por el líder carismático y las envidias políticas más bajas. Las lágrimas ocultan la falta de ideas y el puño colérico sustituye la radicalidad perdida. Todo ello se concentró en la campaña electoral de López Obrador, y por ello mismo se enajenó el apoyo de muy diversas corrientes de izquierda, que comprobaban con alarma la deriva oportunista del caudillo. Los nuevos intelectuales orgánicos señalaron a los culpables del fracaso. López Obrador había perdido porque los radicales, los cardenistas y los socialdemócratas no lo habían apoyado. Elena Poniatowska fue muy clara: al referirse al subcomandante Marcos, a Cuauhtémoc Cárdenas y a Patricia Mercado, declaró: “Si estos tres personajes se hubieran sumado, si no se hubieran echado para atrás, no habría la menor duda del triunfo de López Obrador, pero no lo hicieron por envidia” (La Jornada, 10 de septiembre, 2006). Así, habrían sido los sentimientos –la envidia y no las ideas– los que desviaron los pocos votos que faltaban para que López Obrador ganara. En realidad lo que se demostraba es que el candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD) fue incapaz de lograr el apoyo de tres importantes corrientes de la izquierda en buena medida debido a que había presentado un programa político completamente incoloro. Además, había preferido aliarse a grupos oportunistas del PRI (como en Chiapas) y de ex funcionarios del antiguo régimen (especialmente ex salinistas).
Es alarmante que hayan sido intelectuales, supuestamente encargados de la generación de ideas y razones, quienes hayan auspiciado una inclinación creciente por los sentimientos, las emociones y las pasiones. Quiero poner otro ejemplo. Un miembro conocido del PRD, Paco Ignacio Taibo II, ha hecho una declaración sintomática, durante una entrevista en que se le preguntó por Octavio Paz. “No tengo ninguna empatía con Octavio Paz, al contrario. Tengo absoluto odio. Paz me parece uno de los grandes gángsters intelectuales de este país”. [1]
Cualquiera puede ver que expresiones como esta revelan que algo se ha torcido en las corrientes de la izquierda. Se ha torcido porque en lugar de hacer lo más sensato –revisar las ideas– la izquierda que sigue a López Obrador, ante la crisis, ha tejido un manto sentimental de odios y amores para justificar sus actitudes. Y el populismo ha sido el mejor caldo de cultivo para nutrir estas peculiares reacciones de una parte de la izquierda.
Al olvido de la razón se agrega un abandono de la cultura política democrática, aquella que implica, además de aceptar los mecanismos electorales de representación, el ejercicio de una actitud tolerante y negociadora. Acaso uno de los síntomas más evidentes de esta situación son las convenciones que convoca López Obrador en el Zócalo, donde se aprueban a mano alzada las decisiones del líder. La política democrática de los partidos modernos suele ser exitosa cuando se acepta un margen de movilidad que admite los pactos, las coaliciones y los acuerdos con otras fuerzas políticas. Desgraciadamente la derecha mexicana parece tener un equivalente a esa llamada “arma secreta” con la que han contado los partidos de la derecha en Israel: el rechazo sistemático de las élites árabes. Ante cada iniciativa de paz que implique cesiones tanto de parte de palestinos como de israelíes (como los acuerdos de Oslo), la derecha en Israel cuenta con la intransigencia de los gobiernos de los países árabes. De la misma manera, la derecha mexicana tiene su “arma secreta” en el rechazo de López Obrador a toda negociación o acuerdo. Esta “arma secreta”, hay que decirlo, funciona desde hace varios años gracias a la arraigada resistencia del PRD a toda forma de pacto o acuerdo con la derecha. Esta alergia a los pactos obliga a realizar las inevitables negociaciones a escondidas, con graves y escandalosas consecuencias cuando se descubren. Y los resultados han sido nefastos para la izquierda cuando se realizan alianzas tan abierta y obviamente oportunistas, como en Chiapas, Hidalgo y Tabasco, donde apoyó a candidatos priistas a la gubernatura y al senado (Juan Sabines, José Guadarrama, Arturo Núñez).
Yo he insistido en vano, desde el año 2000, en la necesidad de que el PRD acepte abiertamente pactos y coaliciones con la derecha democrática. Al no hacerlo, la izquierda se fue marginando del proceso de transición democrática e indirectamente contribuyó a frenar la decadencia del PRI, que ha terminado presentándose como un partido negociador indispensable para lograr reformas.
Sumida en un sentimentalismo testarudo, gran parte de la izquierda tiende a abandonar uno de sus ejes fundamentales: la igualdad. Podemos comprobar que la izquierda ha diluido la idea de igualdad para enfatizar la importancia de la diferencia. En lugar de una política que elimine la miseria y reduzca la pobreza, se prefiere una política que cambie las reglas para determinados grupos, señalados por un carácter o una identidad diferente. La política deja de orientarse a la distribución de recursos para enfatizar en su lugar la creación de derechos especiales para cada segmento social. En lugar de igualdad se piensa más en términos de equidad, que es el término más usado para hacer referencia a las políticas de inspiración multiculturalista y relativista que practican una “discriminación positiva” hacia sectores en condiciones desfavorables. Estos “derechos especiales” (como los acuerdos de San Andrés) pueden ser recursos pasajeros a los que sin duda hay que acudir. Pero no deben sustituir acciones mucho más caras que establecen prioridades en la distribución de recursos, encaminadas a eliminar las causas de la desigualdad y la discriminación. Y encaminadas, sobre todo, a generar la riqueza que, una vez obtenida, pueda ser distribuida. Hay que comprender que la “discriminación positiva” es una opción barata circunstancial que no debe erosionar los principios de la justicia basada en la igualdad y la libertad.
Pero hay otros derivados verdaderamente malsanos de la sustitución de la idea de igualdad por la de diferencia. Los “derechos especiales” son también los que adquieren informalmente los corruptos grupos clientelares que dan apoyo político a cambio de beneficios, como los taxistas piratas, los vendedores que se apoderan de las calles o los invasores de terrenos. Estos grupos establecen su “diferencia” por la fuerza de los hechos y, en consecuencia, exigen y consiguen “derechos especiales” que les son otorgados informalmente (pues son ilegales). Este es el mecanismo caciquil que opera en la ciudad de México y que es una de las más vergonzosas tradiciones autoritarias y populistas que la izquierda ha heredado del viejo partido nacionalista revolucionario.
Estas inclinaciones populistas fueron ornamentadas con una curiosa pobretología, elaborada por los asesores intelectuales de López Obrador, y que ha producido ese rosario de incongruencias y banalidades que fueron los veinte puntos del proyecto alternativo de nación y los cincuenta compromisos del candidato. Esta pobretología propuso, por ejemplo, la construcción de un tren-bala para emigrantes que uniese la ciudad de México con Estados Unidos y un disneylandia para niños pobres en las islas Marías. Decretó autísticamente que la mejor política exterior es la interior y que se debía basar el futuro desarrollo del país en el petróleo y la electricidad. El programa de López Obrador no era radical ni socialista. Tampoco era socialdemócrata. Fue simplemente una mezcla insensata de populismo y liberalismo, adornada con vagas promesas a los pobres.
¿Liberalismo en el programa de López Obrador? Digamos que es una licencia (no muy poética) que me permito para mencionar la soga en casa del ahorcado. De hecho, el liberalismo no ha sido invitado al banquete de la izquierda mexicana, y si aparece en ocasiones es simplemente como el espacio en blanco que deja la ausencia de propuestas radicales de corte marxista o socialista. Sin embargo, en otros países, principalmente en Europa, el liberalismo no sólo es un antiguo ingrediente fundacional de la izquierda: es también un componente importante de la socialdemocracia moderna. La socialdemocracia –esa gran ausente en la historia política mexicana– es en buena medida una fusión de socialismo y liberalismo.
Las posibilidades de una alternativa socialdemócrata en el siglo XX quedaron canceladas debido a que el partido oficial hegemónico doblegó las tendencias reformistas en el movimiento obrero, atrajo a gran parte de la intelectualidad al servicio de un nacionalismo autoritario y rechazó las influencias socialistas en el aparato de gobierno. El resultado fue un liberalismo autoritario con dosis cambiantes e irregulares de estatismo económico.
Pensar en una coincidencia de valores socialistas y liberales hoy, a comienzos del siglo XXI, puede parecer una opción extemporánea, pero tal vez no lo sea. El movimiento obrero se encuentra marginado y ha quedado estancado en una rancia expresión del viejo autoritarismo. El marxismo y el socialismo comunista se encuentran en proceso de desaparición y no parecen ser campos fértiles que podrían ser trabajados por un reformismo intelectual renovado. El capitalismo resultó ser un sistema que no estaba condenado a muerte. Por el contrario, ha sido capaz de grandes mutaciones. El supuesto enterrador del capitalismo, el proletariado, es una clase carente de inclinaciones revolucionarias. Su función en las sociedades actuales es similar a la del campesinado del siglo XIX, que fue visto por Marx como una clase conservadora y como la base de apoyo del autoritarismo. El hecho de que México sea un país atrasado y pobre no lo coloca fuera de las grandes tendencias de la era postmoderna. Por el contrario, además de experimentar las contradicciones del viejo capitalismo, los países de América Latina deben sobrellevar las novísimas formas que adquiere la economía de mercado: los efectos gigantescos de la revolución científica y el desplazamiento de la generación de valores hacia las actividades que no producen directamente bienes materiales.
A pesar de estos extraordinarios cambios, me parece que la confluencia de la tradición socialista y la liberal sigue siendo un terreno fértil para nuevas ideas. Desde la izquierda, ello significa aceptar el reformismo y abandonar las esperanzas en un proceso revolucionario. No solamente se trata de una renuncia a la violencia, sino también la aceptación de que los cambios propuestos dejen de estar inscritos en un rápido vuelco estructural del sistema. No se trata de buenos deseos: simplemente hay que reconocer que no existe hoy un modelo radicalmente diferente que pueda guiar la construcción de una sociedad completamente nueva. El modelo que conocíamos –el socialismo realmente existente– fracasó y se extinguió hace ya más de quince años. Lo que propone Hugo Chávez, presidente de Venezuela, no es más que una grotesca caricatura.
La incómoda pregunta que podemos plantearnos es la siguiente: ¿es posible un gobierno de orientación socialista capaz de administrar bien y con gran eficacia las nuevas formas de la economía capitalista? ¿Puede un partido de izquierda gobernar los procesos de acumulación del nuevo capitalismo mejor o igual que la derecha?
Me gustaría proponer un experimento mental para abrir paso a algunas reflexiones. El gobierno socialdemócrata ideal en el que pienso hubiera impulsado en 1988 un tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá similar al que tenemos, pero hubiese dirigido la transición democrática no sólo hacia la transparencia, sino también hacia la igualdad. ¿Perdimos esa oportunidad en 1988, cuando Cuauhtémoc Cárdenas pudo haber sido presidente en lugar de Salinas de Gortari? Esta evocación imaginaria me permite aterrizar en algo concreto: un gobierno de izquierda democrática en 1988 hubiera colocado a México en la pista rápida de un desarrollo económico impulsado por el libre comercio, espoleado una democracia representativa y una política decidida a usar los recursos del Estado para combatir las terribles desigualdades y ensanchar el espacio de las libertades ciudadanas. Algo así es lo que ocurría en esa misma época en la España de la transición, bajo el gobierno socialista de Felipe González. Pero en el México de 1988 ni la izquierda ni el gobierno priista estaban preparados para una alternativa como la que acabo de evocar. Hubo que esperar doce años para que la transición democrática llegase, pero por la derecha.
Y como en la derecha mexicana el liberalismo tampoco está plenamente enraizado, la transición ha cojeado mucho. El PAN aún sigue atrapado en las dificultades de conciliar el liberalismo moderno con las tradiciones católicas conservadoras. Aunque los dos presidentes de derecha –Vicente Fox y Felipe Calderón– han mostrado inclinaciones centristas, pragmáticas y liberales, las corrientes católicas conservadoras ejercen enormes presiones, como fue evidente durante el proceso que llevó a la despenalización del aborto en el Distrito Federal en abril de 2007. La defensa de la libertad de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo es uno de los aspectos más significativos en el que han coincidido, en muchas partes del mundo, el liberalismo y la izquierda moderna, en un enfrentamiento contra el traslado de las ideas religiosas sobre el pecado a los ámbitos laicos de la civilidad moderna, que es donde se definen las conductas delictivas. Los conservadores católicos no defienden la vida, sino una concepción del alma que quiere apartar el cuerpo de la mujer de los goces y los deseos de este mundo. Por ello también les disgusta el uso de anticonceptivos y condones. Recordemos que la carrera política de Castillo Peraza terminó cuando perdió en 1997 la guerra del condón.
No se trata de un problema marginal. La expansión y consolidación de los espacios seculares y laicos de la civilidad moderna es algo que tiene una extraordinaria importancia, pues es allí donde los ciudadanos ejercen las libertades que pueden impulsar el desarrollo del país. Esto se conecta con una idea que he defendido desde hace tiempo: el desarrollo industrial y la producción de riqueza –bases indispensables para el impulso de la igualdad– tienen a la cultura democrática moderna como su motor principal. No son los programas económicos sino las transformaciones culturales las que son capaces de sacar a los países del atraso.
Ante estos retos, me parece que la izquierda debería ser capaz de gobernar la nave de la economía de mercado con eficiencia y al mismo tiempo impulsar una cultura laica, moderna y civil. Si no logra este perfil me parece que la izquierda se verá amenazada por la extinción. Hoy mismo ya muchos dudan que el PRD sea un partido de izquierda. Algunos, dentro de este partido, están buscando opciones nuevas; otros lo hacen fuera de él.
Para comprender las enormes dificultades a las que se enfrenta la izquierda para sobrevivir, quiero recordar que en México sus dos grandes expresiones a escala mundial –el comunismo y la socialdemocracia– han tenido una presencia exigua y raquítica. El comunismo casi se ha extinguido en el mundo y sólo subsiste precariamente en Cuba y Corea del Norte. La socialdemocracia existe con fuerza en Europa y en América del Sur, pero como dije no ha arraigado en nuestro país. Hubo en el siglo XX otras dos importantes expresiones, aunque relativamente marginales, de la izquierda: el populismo y la ultra-izquierda radical. El populismo ha tenido una presencia importante en América Latina: Getulio Vargas en Brasil, Lázaro Cárdenas en México, el aprismo de Haya de la Torre en Perú y el peronismo argentino (que originalmente fue más bien de derecha). En general los populismos han sido formas conservadoras poco democráticas que han defendido privilegios o condiciones premodernas (campesinistas, indigenistas, etc.).
Por su parte, el ultraizquierdismo es generalmente una reacción extrema contra el sistema capitalista y la globalización, y sus diferentes expresiones (maoísmo, castrismo, etc.) suelen ser autoritarias y dictatoriales (Sendero Luminoso en el Perú es el ejemplo más sangriento). Lo peculiar de México es que mientras las dos grandes corrientes de la izquierda del siglo XX no tienen hoy una presencia muy importante, sus dos formas marginales tienen una posición destacada: el populismo cardenista y el izquierdismo neozapatista. Me parece evidente que ambas formas son una respuesta a las condiciones de atraso y miseria, y muy probablemente tenderán a retroceder y a extinguirse en la medida en que se modernice el país (como le ha sucedido al PRI). El problema radica en que la modernización es lenta, entre otras cosas, debido precisamente a que son fuertes las tendencias conservadoras, tanto de la izquierda como de la derecha.
La izquierda podrá eludir el peligro de convertirse en una especie en extinción si recupera el ejercicio de la razón y de las ideas. Es importante abandonar la costumbre de las rabietas irracionales y de las envidias venenosas. Los buenos sentimientos de amor a la patria y a los pobres no logran sustituir la reflexión, el estudio y el conocimiento. No detendrá la extinción tampoco la recuperación de formas residuales como la ideología nacionalista revolucionaria del PRI o una radicalización que vuelva los ojos al pasado marxista y leninista. Desde luego, en la vieja izquierda hay una enorme resistencia a los cambios y son muchos los que enarbolan las ideas de ese estalinista lacaniano que se ha puesto de moda, Slavoj Žižek, para combatir toda mezcla postmoderna de socialismo y economía de mercado. Este filósofo se burla de aquellos “comunistas liberales” –se refiere a Bill Gates, George Soros y a los dueños de empresas como Google e IBM– que sostienen que el capitalismo actual ha entrado en una nueva etapa. Si la izquierda simplemente se pone a odiar las nuevas formas de capitalismo, pretendiendo que son una reedición del viejo capitalismo salvaje, llegará a la misma conclusión irracional de Žižek: “los comunistas liberales son el enemigo de la lucha verdaderamente progresista de hoy”. [2]
Un buen antídoto a esta reacción conservadora pueden ser los estudios de buenos sociólogos como Zygmunt Bauman, Ulrich Beck o Richard Sennett, que analizan con agudeza las peculiaridades de la nueva sociedad capitalista. Además, sin duda, hay que reflexionar sobre lo que hacen empresarios de hoy como Gates y Soros.
Pero no es este el lugar para explorar los nuevos fenómenos que están cambiando el curso del sistema capitalista. Sólo quiero decir que la resistencia conservadora de gran parte de la izquierda ante lo nuevo, en nombre de la revolución, contribuirá a acelerar su extinción. La exaltación del “estallido revolucionario auténtico del leninismo” que hace Žižek inevitablemente lo lleva a la escalofriante afirmación según la cual la radical ambigüedad de la ideología comunista “hasta en lo que tiene de más ‘totalitaria’, destila aún un potencial emancipatorio”. [3]
Aquellos que, sin ser empresarios, nos sentimos como esos “comunistas liberales” que son definidos como el enemigo principal por el leninismo reciclado, no podemos dejar de pensar en aquel telegrama secreto que Lenin envió a la Cheka durante las grandes represiones que siguieron a la revolución de octubre.
Según nos ha recordado Paul Berman, [4] el telegrama ordenaba:
“Fusilen más profesores.”
Hoy los profesores observamos con alivio la extinción de estas formas atroces de la política, en las cuales no vemos –por supuesto– ningún tufo emancipatorio.
México, D.F., 30 de abril de 2007
Notas
[1] Después de estas palabras, Taibo agrega: “Esa lógica suya que ha destruido a parte de la intelectualidad mexicana me parece perversa. Corrupta. Acercarse al poder para obtener beneficios. Y además con ese discurso de autonomía intelectual de billete de a tres pesos. Cada vez que el Príncipe se dejaba, Paz se acercaba. Y manejaba los erarios, y las becas, y las agregadurías culturales, y hacía llamadas por teléfono «denle tal cosa a tal cuate». Pagaba. Compraba favores. Vendía el alma. El alma y las nalgas sólo deben ponerse en la mesa una vez; si te equivocaste, te chingaste. Sólo una vez, pero más te vale que protejas la virginidad de ambas”. emeequis, entrevista de Ignacio Limón con Paco Ignacio Taibo II, 9 de abril, 2007.
[2] “Nobody has to be vile”, London Review of Books, 6 de abril, 2006, p. 10.
[3] Slavoj Žižek, ¿Quién dijo totalitarismo?, Pre-Textos, Valencia, 2002,pp. 151 y 153.
[4] Paul Berman, Terror and Liberalism, W.W. Norton, Nueva York, 2003. Una descripción detallada de la represión contra los profesores puede leerse en el libro de Vitali Shentalinski, Denuncia contra Sócrates. Nuevos descubrimientos en los archivos literarios del KGB, Circulo de Lectores, Barcelona, 2006; especialmente ver el capítulo “Fragmentos de la Edad de Plata”.
R. Bartra es un reconocido sociólogo y periodista mexicano.
Ponencia presentada el 30 de abril de 2007 en el marco del Seminario de Estudios Avanzados organizado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM con el apoyo de la Fundación Friedrich Ebert: “Izquierda, democracia y crisis política en México: posibilidades de una socialdemocracia en México”, coordinado por el Dr. Roger Bartra y el Dr. Francisco Valdés Ugalde.
Publicado en el blog Letras Libres. Reproducido en el semanario Peripecias Nº 64 el 5 de setiembre de 2007.