Los progresismos cansados

Los progresismos cansados

por Eduardo Gudynas – En los últimos meses se extiende el reconocimiento de las crecientes dificultades que enfrentan los llamados gobiernos progresistas. Los síntomas más conocidos son la honda crisis política que golpea en Brasil a Dilma Rousseff, el Partido de los Trabajadores (PT) y sus aliados parlamentarios, la derrota de una tensionada alianza entre kichneristas y algunos peronistas en Argentina, y el descalabro de Nicolás Maduro y su Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).

Estas circunstancias han desembocado en un debate, por momentos, muy entreverado. No faltan voceros conservadores que predicen la muerte de la izquierda, como dogmáticos progresistas que se niegan a ver los problemas y defienden ciegamente a sus gobiernos. Dejando de lado esos análisis superficiales, tal como he planteado en anteriores artículos, es necesario entrar a una discusión más sustantiva.

En ese terreno ya no pueden negarse las dificultades de los progresismos tanto en la práctica, como puede ser la gestión gubernamental, como en los conceptos, como ocurre con muchas posiciones de políticos e intelectuales progresistas.

Ante estas situaciones, los análisis parecen dividirse en dos posibles evaluaciones. Por un lado, están los que afirman que estamos frente a un “final” de ciclo de los progresismos, y por otro lado, hay quienes consideran que es más exacto hablar de su “agotamiento”.

Entre los que señalan un “final” progresista se invocan argumentos muy distintos y se siguen senderos de pensamiento diversos. Ejemplos de esas posiciones son Maristella Svampa (para el caso Argentino), Edgardo Lander (Venezuela) o Raúl Zibechi (apelando a varios ejemplos sudamericanos). Como no puede ser de otra manera, los intelectuales y funcionarios progresistas rechazan esas evaluaciones, y sostienen que no hay ningún “final”.

La otra mirada, enfocada en el “agotamiento” del progresismo, sostiene que es difícil hablar de una finalización ya que existen distintos progresismos que siguen en los palacios de gobierno (por ejemplo R. Correa en Ecuador, E. Morales en Bolivia o T. Vázquez en Uruguay). Además, incluso allí donde sus gobiernos están arrinconados (Brasil o Venezuela) o perdieron las elecciones (Argentina), el progresismo subsiste en sus grupos parlamentarios y sin duda tiene importantes apoyos ciudadanos.

Esta última posición parece más acertada, y es la que se sigue en este artículo. No hay un final, pero más allá de esas distintas permanencias, es evidente que los progresismos actuales tienen otros contenidos políticos, ha perdido sus capacidades de renovación e innovación y tiene enormes dificultades. En otras palabras: aparecen como exhaustos.

Este es un entendimiento que también es esgrimido por otros analistas, quienes a su vez expresan énfasis y antecedentes variados. Ejemplos de esas posiciones son los casos de Juan Cuvi o Pablo Ospina para Ecuador, Salvador Schavelzon sobre el kirchnerismo argentino, la que se desprende de algunos editoriales del equipo de Correio da Ciudadania para Brasil, o V.H. Abelando sobre el agotamiento del Frente Amplio en Uruguay.

Persistencia pero agotamiento en ideas y prácticas

¿Cómo comenzó este agotamiento? ¿Cómo y dónde se lo puede reconocer? ¿Cómo se perdió aquel empuje inicial? Para lidiar con estas y otras interrogantes, propongo examinar con un poco más de detalle este proceso enfocándome en tres dimensiones. La primera es la pérdida de su capacidad de innovación o renovación en las ideas y prácticas; la segunda está en que finalmente asumen como fatalidad no poder resolver una serie de cuestiones clave que habían prometido solucionar; y finalmente, un cambio en el balance de las prioridades donde se ponen casi todas las energías en permanecer con el poder estatal.

En el primer caso, en los progresismos languidece la innovación política y a algunos se los ve exhaustos. Años atrás, ofrecían múltiples ideas renovadoras. Por ejemplo, proponían radicalizar la democracia y ensayaban instrumentos como plebiscitar decisiones clave o armar presupuestos participativos. Ese tipo de medidas se han deteriorado, y hay algunos progresismos que las combaten (sin ir muy lejos, en Uruguay, las consultas ciudadanas departamentales contra la megaminería fueron rechazadas, y en unos casos anuladas, bajo el gobierno de “Pepe” Mujica).

De manera muy similar, encontramos muy poca o ninguna innovación sobre los fundamentos del desarrollo, ya que todos persistieron en la dependencia de exportar materias primas. Hoy, ante la caída de su valor siguen sin ensayar alternativas productivas y se esfuerzan en extraer todavía más recursos naturales o en darles más ventajas a los inversores. Novedades sustanciales, como el intento de una moratoria petrolera en la Amazonia ecuatoriana, fueron desechadas para recaer en las clásicas exportaciones de bienes primarios. Se rompió aquel vínculo virtuoso entre las usinas de ideas y ensayos en movimientos sociales y ONGs con los actores partidarios y funcionarios estatales, que funcionaba muy bien en los inicios de esos gobiernos. En cambio, varias administraciones actuales caminan hacia gestiones económicas más ortodoxas, como los planes de austeridad de Rousseff en Brasil, o las alianzas público-privadas de Correa en Ecuador.

Es cierto que la gestión progresista todavía está lejos de los extremos neoliberales, y por ello no puede sostenerse que exprese un fundamentalismo de mercado. Pero también hay que reconocer que esa escasez de ideas los lleva a usar instrumentos de gestión convencionales. Son gobiernos ensimismados en la cotidianidad, y algunos de ellos, o sus partidos, han abandonado o cerrado sus centros de estudios.

En la segunda dimensión recordemos que los progresismos habían prometido solucionar problemas persistentes en cuestiones como la educación, salud, vivienda popular, violencia y criminalidad urbana, y corrupción. Se podrá discutir los avances, estancamientos o retrocesos en cada uno de esos aspectos en los diferentes países, pero lo cierto es que, en general, la situación no ha mejorado sustancialmente en la mayoría, y que incluso hay retrocesos. Persisten problemas como la calidad de la enseñanza secundaria o los servicios de salud pública realmente disponibles para los sectores populares. Insisto en que más allá de la evaluación de cada situación, lo que hoy parece primar es la aceptación de no poder solucionar en su raíz esos problemas. Los asumen como una fatalidad inescapable y admiten que habrá que convivir con ellos.

Esta resignación es clara ante la corrupción, como ocurre en Brasil alrededor del caso Petrobras, que involucra a políticos con empresarios de corporaciones que Lula da Silva llamaba “campeonas” del desarrollo nacional. Pero lo mismo se repite en otros gobiernos.

Por ejemplo, en estas semanas en Bolivia, la administración de Evo Morales debe lidiar con uno de los más graves casos de corrupción de los últimos años. Allí se descubrió usos ilegales de dineros que provenían de los impuestos sobre las petroleras y que debían destinarse a comunidades campesinas o indígenas, pero eran aprovechados por líderes tanto de organizaciones ciudadanas, campesinas e indígenas, como de partidos políticos. Hay algunos procesados y la investigación está en marcha, pero según las denuncias, los dineros fueron usados con fines personales y políticos, incluyendo apoyos en la última campaña electoral.

Lo llamativo es que ahora el progresismo parece aceptar que la corrupción es endémica a los sistemas políticos y abandona la pretensión de erradicarla. Aparecen explicaciones sorprendentes, como los que dicen que nada se le puede reprochar al PT porque todo el sistema político brasileño es corrupto. Hay en esto un ánimo fatalista, se bajan los brazos a la tarea de erradicar la corrupción y solo se miran sus costos electorales.

La tercera dimensión es un cambio en el balance de los esfuerzos políticos. Antes, la fuerza y el empuje estaba en los nuevos ensayos e innovaciones, en responder a las exigencias populares. Ahora, en cambio, se dedica cada vez más energía retener el poder estatal en sí mismo. Los pesos en la balanza cambiaron, y han cobrado un enorme protagonismo asuntos tales como cuantiosos gastos en publicidad estatal, intentos de encauzar los medios de prensa, controles sobre ONGs, reformas electorales, buscar reelecciones presidenciales e incluso modificaciones constitucionales. Un caso extremo acaba de ocurrir en Ecuador, donde el presidente Correa impuso enmiendas constitucionales, incluyendo la reelección, pero esquivó la consulta ciudadana por medio del uso de su mayoría parlamentaria. Además, se tejen alianzas electorales con actores o grupos conservadores que antes eran impensables, y el progresismo las defiende con una vehemencia llamativa.

El punto sobre el que deseo llamar la atención aquí no se ubica tanto en la pertinencia o no de las reformas electorales u otros instrumentos análogos. El señalamiento, en cambio, apunta a que esas y otras medidas instrumentales para retener el poder del Estado, se le dedica una energía enorme y sustanciales recursos humanos y financieros, que parecen mucho mayores a los destinados a resolver otros asuntos. Las maniobras electorales o las alianzas impensadas eran cosa de la vieja derecha, ya que las usaba para poder revertir sus malas gestiones gubernamentales. Los progresismos iniciales, por el contrario, tenían victorias electorales como consecuencias de sus buenas gestiones y sus innovaciones. Ahora, parecería que ese balance cambió, y es como si la energía restante del progresismo es usada para echar mano de aquellas viejas prácticas.

Planos que se cruzan

Para entender cómo se intersectan estas tres dimensiones es apropiado observarlas en la problemática del desarrollo. Estamos ante progresismos que finalmente quedaron atados a las ideas clásicas del desarrollo, como crecimiento económico y progreso material, motorizado por las exportaciones de materias primas y la atracción de inversiones. El desarrollo lo organizan e instrumentalizan de otro modo, a veces con más presencia del Estado, otras veces con mayor cobertura social, usando casi siempre otros discursos de legitimación. Pero siguen siendo desarrollistas, con todo lo bueno y malo que eso implica.

A medida que esas estrategias se vuelven más inestables, los progresismos recurren a medidas económicas más convencionales, aceptan alianzas políticas con actores conservadores o pactos empresariales, y se obsesionan con retener el gobierno. Se buscan equilibrios por medio de la compensación económica y el consumismo popular.

En Uruguay, donde hay un progresismo bastante estable, sostenido por el Frente Amplio, se encuentran varios ejemplos. El actual Frente Amplio no logra entusiasmar con nuevas ideas, no hay muchos espacios de debate, pero en cambio tiene mucha energía para sostener una agropecuaria transnacionalizada (y transgénica), firmar contratos confidenciales, amparar la megaminería o darle facilidades a los inversores extranjeros. Está además sumido en un agrio debate interno alrededor de denuncias de malos manejos y tal vez corrupción en la empresa petrolera estatal.

Varios progresismos no toleran que la izquierda que no está en los gobiernos le adviertan sobre sus contradicciones o le señalen su cansancio. Les responden con slogans, tildan de neoliberal a muchos cuestionamientos, apelan a las burlas y las descalificaciones (llamándolos “infantiles” o “deslactosados”, como es común en Ecuador o Bolivia). Esto muestra que como los progresismos tienen cada vez menos argumentos, no les queda más remedio que reaccionar con adjetivos o burlas. Esto es otro signo de agotamiento.

La intersección entre esas tres dimensiones sin dudas está cambiando la coyuntura nacional y continental. El agotamiento progresista por un lado permite mayores opciones de reorganización de la política conservadora (surgiendo actores políticos conservadores con nuevas actitudes), pero por otro lado crea escenarios a veces muy limitantes para repotenciar una izquierda democrática e independiente que pueda retomar la tarea de la transformación. Esto es, posiblemente, el problema más crucial que se abre ante nosotros en el futuro inmediato.

Una primera versión de este artículo se publicó en un suplemento del semanario Brecha (Montevideo) sobre “La izquierda líquida”, 23 diciembre 2015. La presente versión se basa en la publicada por Nodal (Argentina), 29 diciembre 2015.