por Patricia P. Gainza – En Latinoamérica, año tras año, los movimientos sociales derrocan presidentes y gobiernos, como ha sido el caso de Argentina, Bolivia y Ecuador, por nombrar los más recientes. Las endebles estructuras democráticas son golpeadas constantemente, pero entre los resultados que se obtienen, no hay un mejoramiento en la calidad de vida de la gente o en la efectividad de sus derechos. México nos recuerda la capacidad de influencia democrática del movimiento ciudadano.
La larga serie de hechos que han existido alrededor del conflicto del Gobierno Nacional contra el Regente (Alcalde) de la Ciudad de México, ha tenido un final feliz. Un año atrás el gobierno federal mexicano inició un proceso de desafuero contra Andrés Manuel López Obrador, el Gobernador de la Ciudad más poblada del mundo, y presidenciable del opositor Partido de la Revolución Democrática (PRD). Ese proceso fue iniciado por la Procuraduría General de la República (PGR), encabezada por el General Rafael Macedo de la Concha, invocando el desacato judicial. Fue acusado de no haber detenido las obras de construcción de una calle, en un predio llamado El Encino, con la cual se buscaba conectar un hospital con una carretera. Esto, que bajo otras circunstancias hubiese sido un conflicto menor, se sobredimensionó ocultando una clara intención política de sacar del juego a quien encabeza las encuestas de intención de voto rumbo a las próximas elecciones presidenciales.
López Obrador perdió su fuero, y aunque no fue destituido de su cargo, solicitó una licencia de 30 días para enfrentar el juicio, durante este período realizó discursos y charlas con los vecinos en las plazas públicas de la ciudad, –al viejo estilo del ágora– y cuando decidió regresar a su puesto, las autoridades federales nuevamente se pusieron en alerta. Lo que continuó fue una serie de manifestaciones populares a lo largo del país con alta resonancia en ámbitos internacionales, que hasta entonces no había sido un factor determinante.
El climax de la popularidad de López Obrador se dio el pasado 24 de abril, cuando un millón 200 mil personas se manifestaron en Ciudad de México, a favor de la convivencia pacífica, la defensa de los derechos políticos del Regente y, fundamentalmente, los de la propia ciudadanía a escoger el candidato que desean.
La noche del 27 de abril el Presidente Vicente Fox, en cadena nacional y con cara de circunstancia comunicó la revisión del expediente de Andrés Manuel López Obrador, la renuncia del General Rafael Macedo de la Concha y además una reforma legislativa que garantice los derechos políticos de cualquier ciudadano sometido a juicio hasta que no se dicte una sentencia en su contra.
La primera, la revisión del expediente, es el indudable producto de la manifestación pacífica y masiva de los mexicanos, hecho incluso reconocido por el Presidente Fox: «Este gobierno es absolutamente sensible a las demandas ciudadanas, tiene los oídos atentos a ellas y son un elemento clave en nuestra decisión”. Cuando todo parecía desbordarse –y quizá eso hubiese sucedido– el gobierno federal dio un paso atrás y desistió de la empresa más autoritaria que había realizado desde el inicio de su sexenio en diciembre de 2000. Propuso una salida política al conflicto que hasta entonces era impensable.
La segunda referencia, la renuncia –que no es más que una destitución solapada– del Procurador General de la República era inevitable. Es el chivo expiatorio ya que públicamente era el principal retractor de López Obrador, y además fuentes de la PGR afirman que estaba obsesionado con la idea de evitar a toda costa el posible acceso del PRD al poder.
Por último, el Presidente Fox, quien ahora parece que nunca estuvo muy de acuerdo con todo esto, comunica que presentó al Congreso de la Nación, una iniciativa de ley que resguarda los derechos políticos de todo procesado sin condena. Es indudablemente una buena iniciativa, quizá llegó algo tarde.
Pero en este largo conflicto, existieron dos actores cuya responsabilidad es loable: primero, la actitud del propio Regente de Ciudad de México, que operó con seriedad y prudencia frente a su capacidad de convocatoria; y segundo, la ciudadanía, que de manera leal a las instituciones hizo todo lo que estaba a su alcance para evitar este atropello a sus derechos. Y lo logró. Rompió el embrujo que nos lleva a pensar que la ciudadanía en la calle no puede traer nada bueno y que sus manifestaciones son inicio de motines.
Después de un año de disputas, lo que quisiéramos muchos y muchas es que la estructura democrática mexicana haya salido fortalecida de este proceso, pero lo que no debemos olvidar, es que durante éste pleito el Poder Judicial no tuvo las garantías de la independencia de poderes; la Secretaría de Gobernación y la Procuraduría General del Estado, se convirtieron en acusadores y no garantes del estado de derecho; la figura Presidencial asumió posturas totalitarias; y los mass media se convirtieron en reproductores autómatas de las posturas del poder.
Los mexicanos pasaron una prueba y mucho les queda en la edificación de su democracia, pero reposicionaron a la sociedad civil y sus acciones como parte constitutiva y relevante de esta construcción.
P. P. Gainza es analista de información en D3E (Desarrollo, Economía, Ecología, Equidad – América Latina).