Por Patricio Carpio Benalcázar
En línea con la lógica que imponen los grandes medios de comunicación, fundamentalmente televisivos, el debate y los análisis sobre los procesos electorales, se reducen a mirar las estrategias comunicacionales que aplican las diversas candidaturas, los mensajes puntuales que emiten y las características personales de quienes se postulan a la presidencia, luego al balance cuantitativo de los votos y los espacios geográficos que ocupan, a más de proyectar el auspicioso futuro de los inmediatos perdedores y las sorpresas de cajón.
Desde esta nueva y generalizada cultura del análisis político, los aspectos estratégicos y de fondo quedan en la sombra, cubiertos por el marketing electoral, por las declaraciones de los actores, por denuncias de fraude, por los vaivenes de quienes dirigen los procesos y por las interpretaciones legales sobre decisiones trascendentales de este, es decir lo circunstancial sobre lo esencial, las perspectivas u obsesiones de tres o cuatro presidenciables sobre lo que implican como proyecto.
¿Pero cuál es el fondo y la esencia que conlleva un proceso electoral? Sin duda, se enfrentan visiones de gobierno y proyectos políticos; las formas de presentarlo al electorado es tema de marketing, ciertamente, en ellas se pueden pescar pistas del proyecto que los sostiene, pero generalmente, este se esconde en promesas demagógicas y discursos comunes sobre pueblo y bienestar.
Desde la sociología política, el análisis tiene otra entrada: en sentido estricto las candidaturas deben leerse en clave de intereses y aspiraciones de determinados sectores sociales y económicos de la población (e intereses transnacionales), por tanto los partidos y programas que se exponen en elecciones constituyen el instrumento político institucionalizado para el juego del poder y una vía para negociar e incidir en políticas públicas y decisiones en función de dichos intereses. Esto no necesariamente implica que en el marco de la normativa existente pululan partidos y agrupaciones políticas sin bases político-ideológicas y que conciben el Estado como botín económico de mafias y grupos de oscura trayectoria.
En Ecuador, en el proceso electoral del 7 de febrero se pusieron en escena proyectos políticos claramente diferenciados: la derecha tradicional expresada en la alianza del Partido Social Cristiano (PSC) y Creando Oportunidades (CREO), cuyo origen yace en el propio PSC; son quienes se abanderan del neoliberalismo con sus clásicos postulados: reducción del Estado y privatizaciones (bajo cualquier adjetivo innovador), rol preponderante del sector privado, la gran empresa y la banca; mercados abiertos y tratados comerciales sin consideraciones de soberanía ni del tejido en el que se desenvuelve la pequeña microempresa peor la economía familiar rural; apertura indiscriminada a la inversión extranjera y con especial atención a las transnacionales extractivistas con cero regulaciones y control ambiental; relación preferencial con Estados Unidos y los organismos multilaterales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) con el respectivo sometimiento a sus agendas para profundizar el endeudamiento externo; disminución de la inversión pública, baja atención a los GAD, desatención a lo público como salud y educación; desmantelamiento del sistema fiscal para beneficio del capital, imputando a toda la población cargas tributarias como subida del IVA.
En esta línea programática, aunque con planteamientos eclécticos y difusos se presentaron la mayoría de los partidos cuyos votos no representan más del 5% del electorado; a ciencia cierta estas postulaciones no obedecen más que a particularísimos intereses de grupúsculos que lograron legalizar sus “tiendas” partidarias para cosechar algún nivel de incidencia y micropoderes.
Por el lado del denominado “socialismo del siglo XXI” se promueve un proyecto estrenado en la década pasada (2006-2016) cuyos contenidos se sustentan en un Estado articulador y regulador de todo el desenvolvimiento de la sociedad: institucionalizado, fuerte, denso e inmenso; sustenta su quehacer en la inversión pública, el endeudamiento por fuera del FMI (China y otros países no alineados con EE.UU.); en megaproyectos con perspectiva de cambio de la matriz productiva e industrialización; en la inversión en extractivismo con transnacionales en la línea china igualmente con ninguna preocupación ambiental o de pueblos y comunidades territoriales; en antiderechos y en el control social a organizaciones y movimientos sociales y en su represión en caso de no apego al mandato gubernamental; discurso anti EE.UU. y antiempresarial, pero sin afectar a los grandes capitales ni al sistema financiero nacional. Este proyecto político y económico en la práctica terminó en una debacle de corrupción generalizada desde el Estado y ninguna realización coherente ni sostenible en términos de cambios en la estructura económica ni del poder político elitista que caracteriza a nuestro país; el resultado en términos reales es que su metamorfosis populista devino en que el electorado costeño antes vinculado al clan del bucaramismo y ciertas bases socialcristianas, hoy sean correistas. El voto consistente y pensado como alternativa al “establishment” del 2006, quedó para la canasta de las grandes frustraciones de la mayoría de la población de este país.
Al intermedio de estas dos opciones se levantaron tres o cuatro candidaturas de corte socialdemócrata, de las cuales cuajó la del partido Izquierda Democrática como candidato “outsider” dentro de esa misma agrupación, cuyo éxito más que programático se reduce a mostrarse fuera de la dicotomía correísmo-anticorreísmo con una campaña altamente financiada para redes sociales; esta candidatura resultó el punto nodal para que la candidatura correísta se escape con más de diez puntos en la primera vuelta, pues esos votos se restaron a Guillermo Lasso (CREO) y Yaku Pérez (Pachakutik). Esta candidatura si bien aparece en el “centro” recupera muchos de los postulados neoliberales, simplemente hay que recordar que en el proceso constituyente de Montecristi (2008), esta agrupación actuó en el bloque obstructor de todos los cambios que esa constitución incorporaba.
En la perspectiva programática de la izquierda es difícil ubicar candidatura alguna, pues como dice Raul Zibechi, “la hora de la izquierda, ya pasó”, suponemos que en alusión a la izquierda marxista y de ser así, coincidiremos. Esta afirmación por tanto nos debe conducir a preguntarnos qué significa, hoy, un programa de izquierda y quienes lo levantarían.
Un programa de izquierda hoy debe estar atravesado por propuestas para viabilizar los derechos de la naturaleza, los derechos humanos y colectivos, el anti extractivismo y la defensa y sustentabilidad de los territorios; debe contemplar el derecho real de mujeres a su realización sin miedos con políticas públicas, instrumentos y acciones con mirada feminista y de género; un programa focalizado en la población en condiciones de pobreza generando las condiciones para el empleo y autoempleo en el marco de procesos productivos sostenibles y hacia la seguridad y soberanía alimentaria; la democratización de la economía a través de políticas que rompan el crecimiento de las inmorales brechas que genera la extrema riqueza; relaciones internacionales horizontales con el mundo sin partidizar la política exterior; ubicación de la necesidades del país sobre cualquier relación con organismos de crédito y no a la inversa, evaluación del endeudamiento del Estado; fortalecimiento del Estado plurinacional y descentralización territorial; con perspectiva del Buen Vivir; entre otros aspectos.
La tercera vía
Y aquí entramos al análisis de la candidatura de Yaku Pérez (Pk) y el movimiento indígena y popular. Desde este análisis no es Hervas de la Izquierda Democrática quien se posiciona en una tercera opción sino Yaku Pérez, definitivamente, más aún su proyecto político implica una transición hacia una tercera vía entre neoliberalismo (Lasso) y neodesarrollismo (Arauz).
El movimiento indígena está al punto máximo de su evolución histórica desde los 60 (tierra), los 70 (desarrollo), los 80 (interculturalidad), los 90 y 2000 (estado plurinacional) y hoy, el poder político con una nueva perspectiva societal, recuperando lo mejor de su legado de luchas históricas, su permanente innovación organizativa y cultural sin perder raíces de ancestralidad.
El movimiento indígena no levanta los postulados de la izquierda marxista, sino una propuesta de plurinacionalidad y “postdesarrollo” basado en la sustentabilidad ecológica y los derechos territoriales; en priorizar la economía comunitaria (social, popular y solidaria); en un cambio de modelo implicando la revisión de acuerdos con organismos con el FMI y organismos multilaterales de crédito (deuda externa); en el antiextractivismo entre los puntos duros del programa.
Bajo este análisis, y en términos estructurales ¿Qué propuesta resulta más amenazante para el “establishment”?, para el buen lector la respuesta se explica por sí misma, es decir, la del movimiento indígena, pues representa la antítesis del modelo vigente caracterizado por una zona de confort en la que se desenvuelve una minoría absoluta con modos de vida lejanos y extranjerizantes a la imaginación popular y sustentados en la explotación del trabajo, depredación de la naturaleza, evasión fiscal y control de la institucionalidad estatal para proteger ese modo de vida.
Más aún, por fuera de los intereses de las clases dominantes a nivel nacional, el poder transnacional y sus corporaciones jamás aceptarán políticas antiextractivas y de exclusión de las grandes empresas que controlan el sector petrolero y minero; los organismos internacionales de crédito tampoco permitirán siquiera pensar en el desconocimiento de la denominada “deuda indebida”.
Lasso representa la calma y seguridad del sistema, la continuidad y profundización del morenismo que ya fue convertido en títere por el poder económico; Arauz, por su lado, levanta un nivel de estrés por políticas regulatorias estatistas que prevé su modelo, y por el retorno del conjunto de ex funcionarios acusados de corrupción y el levantamiento de inmunidad para los encarcelados, pero al fondo ningún atentado al sistema.
Se puede entender entonces el juego burdo del Consejo Nacional Electoral por enredar las reclamaciones de Pachakutik para reconteo de votos, las declaraciones del líder social cristiano y los consiguientes vaivenes de las autoridades electorales; el pánico de las cámaras de la producción, el posicionamiento de Lasso sobre temas que ni entiende ni le importa con tal de “captar” la atención de los electores jóvenes de Pérez y Hervas.
La trama postelectoral solo nos demuestra el blindaje del “establishment” frente a otra opción política, cuyo paradigma en el poder implicaría rupturas y desacomodos de difícil procesamiento. Si las movilizaciones indígenas y populares logran la transparencia y con ella echar a la calle a las autoridades electorales, el éxito será rotundo e histórico.
De cualquier forma, al movimiento indígena le queda por madurar esta tercera vía de manera amplia, plural y concertada con todos los sectores posibles, pues sin duda, se ha convertido en alternativa de poder y, más pronto que nunca, estarán gobernando este país.
El movimiento indígena no levanta los postulados de la izquierda marxista, sino una propuesta de plurinacionalidad y “postdesarrollo” basado en la sustentabilidad ecológica y los derechos territoriales; en priorizar la economía comunitaria; en un cambio de modelo implicando la revisión de acuerdos con organismos como el FMI y organismos multilaterales de crédito; en el antiextractivismo entre los puntos duros del programa.
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Patricio Carpio Benalcázar, Ph.D., es director de la Maestría de Investigación en Desarrollo Local, Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas, Universidad de Cuenca, Ecuador. Publicado originalmente en La Línea de Fuego, marzo 2021.
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