por Aníbal Quijano – No es poca la letra gastada, dentro y fuera de América Latina, sobre el así llamado “movimiento indígena”, en especial después de la insurgencia de Chiapas en enero de 1994 y, recientemente, en atención a los sucesos políticos de Bolivia y de Ecuador.
Eso probablemente expresa, ante todo, un preocupado reconocimiento del impacto político inmediato de las acciones de los “indígenas”, de los conflictos que tales acciones desencadenan y que amenazan desencadenar en el resto de la población, poniendo en riesgo, en cada vez mayor número de países, la estabilidad de los actuales regímenes autodefinidos como democráticos y la “gobernabilidad” de una población cada vez más descontenta porque sus necesidades son cada vez menos satisfechas, y que está aprendiendo a organizarse con modos nuevos y a plantear demandas inesperadas, obviamente, para sus dominadores. Sin embargo, quizá la mayor parte de la literatura se refiere al tema de la identidad, aunque más bien como una demostración de la infinitud del discurso sobre la cultura, la multiculturalidad, la hibridez cultural, etc, en fin, de la siempre creciente familia de términos que envuelven la cuestión de la identidad para mantenerla lejos de la cuestión del poder. En cambio, son aún delgadas e incipientes otras líneas de reflexión sobre implicaciones más complejas y de más largo plazo de las acciones de los actuales “indígenas” latinoamericanos, en particular respecto de las condiciones de otras formas de control del trabajo y de la autoridad colectiva, en la trayectoria de, hacia, otras formas de existencia social.
Aquí lo que me propongo, principalmente, es abrir dos de las cuestiones que respecto del “movimiento indígena” no son aún suficientemente discutidas, pero que a mi juicio son, podrían ser, las de más decisiva reverberación sobre la próxima historia latinoamericana: su relación con el estado-nación y con la democracia dentro del actual patrón de poder.
Nota sobre lo “indígena” y la colonialidad del poder
Para ese propósito es indispensable abrir de nuevo la cuestión de lo “indígena” en América Latina. Pero en esta ocasión, en un espacio limitado, me restringiré a plantear las propuestas más significativas para su indagación y debate.
En primer término, es necesario reconocer que tanto los que hoy se auto-identifican como “indígenas” en vez de “indios”, como aquellos otros que admiten ahora identificarlos como “indígenas”, “nativos”, “aborígenes” u “originarios”, son exactamente lo mismo, si se trata del lugar de su nacimiento o, incluso para una inmensa mayoría, si se trata de la antigüedad – de lo “aborigen”, pues – parcial o total, de su linaje familiar. Esto es, desde esa perspectiva todos y cada uno de cualquiera de ambos lados caben, exactamente, bajo los mismos calificativos identificatorios. En cambio, los unos y los otros no son lo mismo, de ninguna manera, si se trata de su relación con los “blancos” y con lo “europeo” [2]
Y esa es, precisamente, la cuestión: cualquiera de tales “categorías”, en América, en especial en América Latina, sólo tienen sentido en referencia al patrón de poder que se origina en la experiencia colonial y que desde entonces no ha dejado de reproducirse y desarrollarse manteniendo sus mismos fundamentos de origen y de carácter colonial. En otros términos, se trata de un patrón de poder que no deja, no puede dejar, su colonialidad.
La colonialidad del actual patrón de poder
Para lo que aquí específicamente interesa, los principales productos de la experiencia colonial son: 1) La “racialización” de las relaciones entre colonizadores y colonizados. En adelante, “raza”, un constructo mental moderno, sin nada que ver con nada en la previa realidad, generado para naturalizar las relaciones sociales de dominación producidas por la conquista, se constituye en la piedra basal del nuevo sistema de dominación, ya que las formas de dominación precedentes, como entre sexos y edades, son redefinidos en torno de la hegemonía de “raza” [3]. Los originarios términos extremos de ese nuevo sistema de dominación son, de un lado, los “indios”, término colonial en el cual son embutidas las numerosas identidades históricas que habitaban este continente antes de la conquista ibérica y, del otro, los colonizadores, que desde el siglo XVIII se autoidentificarán, respecto de los “indios”, “negros”y “mestizos”, como “blancos” y “europeos”.
2) La configuración de un nuevo sistema de explotación que articula en una única estructura conjunta a todas las formas históricas de control del trabajo o explotación (esclavitud, servidumbre, pequeña producción mercantil simple, reciprocidad, capital), para la producción de mercaderías para el mercado mundial, en torno de la hegemonía del capital, lo que otorga al conjunto del nuevo sistema de explotación su carácter capitalista.
3) El eurocentrismo como el nuevo modo de producción y de control de sujetividad – imaginario, conocimiento, memoria – y ante todo del conocimiento. Expresa la nueva subjetividad, las relaciones intersubjetivas, que se procesan en el nuevo patrón de poder. Es decir, los nuevos intereses sociales y las nuevas necesidades sociales que se generan y se desarrollan dentro de la experiencia de la colonialidad del poder, en especial de las relaciones entre el nuevo sistema de dominación social ordenado en torno de la idea de “raza” y el nuevo sistema de explotación capitalista. Ese es el contexto que modula la novedad de la experiencia del tiempo nuevo, de radicales cambios histórico-sociales, de nuevas relaciones con el tiempo y con el espacio, el desplazamiento del pasado por el futuro como la nueva edad dorada de realización de los anhelos de la especie. En suma, el proceso que será nombrado pronto como modernidad. El eurocentramiento del control del nuevo patrón de poder implicó que la elaboración intelectual sistemática del modo de producción y de control del conocimiento tuviera lugar, precisamente, en la Europa Occidental que se va constituyendo en el mismo tiempo y en el mismo movimiento histórico. Y la expansión mundial del colonialismo europeo lleva también a la hegemonía mundial del eurocentrismo.
4) Finalmente, el establecimiento de un sistema nuevo de control de la autoridad colectiva, en torno de la hegemonía del Estado – Estado-Nación después del siglo XVIII – y de un sistema de Estados, de cuya generación y control son excluidas las poblaciones “racialmente” clasificadas como “inferiores”. En otros términos, se trata de un sistema privado de control de la autoridad colectiva, en tanto que exclusivo atributo de los colonizadores, ergo “europeos”o “blancos” [4]. Ese patrón de poder, que comenzó a ser constituido hace cinco siglos, es mundialmente hegemónico desde el siglo XVIII.
Si bien las luchas anticolonialistas han logrado desconcentrar relativamente el control del poder, arrebatando a los colonizadores el control local de la autoridad colectiva y en gran parte del mundo ésta incluso se ha hecho formalmente pública, admitiendo la participación, en general pro-forma, de los miembros de las “razas inferiores”, el control central y mundial no ha dejado de ser eurocentrado. Más aún, está en curso un proceso de reconcentración del control mundial o global de dicha autoridad, en beneficio de los europeos [5]. Y en una buena parte del mundo actual excolonial, principalmente en América y Oceanía, los “blancos” y lo “europeo” han logrado mantener el control local del poder en cada una de sus dimensiones básicas. En América, por eso, las cuestiones referidas al debate de lo “indígena” no pueden ser indagadas, ni debatidas, sino en relación a la colonialidad del patrón de poder que nos habita, y desde esa perspectiva, pues fuera de ella no tendrían sentido. Es decir, la cuestión de lo “indígena” en América y en particular en América Latina, es una cuestión de la colonialidad del patrón de poder vigente, al mismo título que las categorías “indio”, “negro”, “mestizo”, “blanco”.
En consecuencia, no es complicado entender que en todos los contextos donde el control inmediato del poder local no lo tienen los “blancos”, ni lo “europeo”, el término “indígena” no tiene la misma significación, ergo tampoco las mismas implicaciones. Así, en el Sudeste de Asia, en India, Indonesia, Filipinas, en los países situados en la antigua Indochina, quienes son identificados como “indígenas” y han terminado aceptando tal identificación, así como quienes los identifican de ese modo, no mientan para nada ninguna referencia con lo “europeo”, con lo “blanco”, en suma con el colonialismo europeo. Allá los grupos o poblaciones “indígenas” son aquellos que habitan las zonas más aisladas, más pobres, por lo general en la floresta o en la tundra, cuyos principales recursos de vida, a veces los únicos, son el bosque, la tierra, los ríos, y sus respectivos habitantes, vegetales o animales. Tales poblaciones son oprimidas, discriminadas, despojadas de sus recursos, sobre todo ahora en tiempos de la “globalización”, por los otros grupos no “blancos”, ni “europeos” (por lo mismo, tan “nativos”, “aborígenes” u “originarios” como los otros) que en esos países tienen hoy el control inmediato del poder, aunque sin duda asociados a la burguesía “global” cuya hegemonía corresponde a los “europeos” y “blancos”. En países como India, la clasificación de la población en términos de castas, agrava esa situación de los adivasi (“indígenas”), los vincula y equipara a los dalits (“intocables”), al imponerles un secular sistema institucionalizado de discriminación y de opresión [6]. Y bajo el renovado dominio de los brahmines y su fundamentalismo “comunalista”, esa situación es hoy aún peor y más violenta. Las demandas de los “indígenas” del Sudeste asiático son, pues, en todo lo fundamental, diferentes que los de sus homónimos latinoamericanos. Sus movimientos de resistencia son cada vez más amplios y organizados y los conflictos regionales que ya producen irán en la misma dirección. La actual virulencia del chauvinismo fundamentalista del “comunalismo” es una de sus claras señales [7].
La colonialidad del poder y la cuestión nacional en América
Con la derrota del colonialismo británico primero, e ibérico después, en América se instala una paradoja histórica específica: estados independientes articulados a sociedades coloniales.
Ciertamente en el caso de Estados Unidos, la nacionalidad del nuevo estado correspondió a la de la mayoría de la población del nuevo país, que no obstante su origen y filiación “europea” y “blanca”, con su victoria anticolonial se otorga una nueva nacionalidad. La población “negra”, inicialmente la única sometida a la colonialidad del nuevo poder dentro de las sociedades coloniales britano-americanas, e impedida de tener parte alguna en la generación y control del nuevo estado, era minoritaria a pesar de su importancia económica, como lo será pronto la población “india” que sobrevivió a su cuasi exterminio, a la conquista de sus tierras y a su colonización con posterioridad a la constitución del nuevo país, de la nueva nación y de su nuevo estado.
En el caso de los países que se constituyen en la América que se desprende del colonialismo ibérico, sea en el área española o más tarde en la portuguesa, el proceso es radicalmente diferente: los que logran asumir finalmente el control del proceso estatal forman, de un lado, una reducida minoría de origen “europeo” o “blanco”, frente a la abrumadora mayoría de “indios”, de “negros” y de sus correspondientes “mestizos”.
De otro lado, los “indios” eran siervos en su mayoría y los “negros”, salvo en el Haití resultante de la primera gran revolución social y nacional americana del período de la modernidad, eran esclavos. Esto es, esas poblaciones no sólo estaban legal y socialmente impedidas de tomar alguna participación en la generación y en la gestión del proceso estatal, en su condición de siervos y de esclavos, sino que además no habían dejado de ser poblaciones colonizadas en tanto “indios”, “negros” y “mestizos” y, en consecuencia, tampoco tenían opción alguna de participar en el proceso estatal. La sociedad continuó organizada, largamente, según el patrón de poder producido bajo el colonialismo. Era, pues, seguía siendo, una sociedad colonial, en los mismos tiempo y movimiento histórico en que se independizaba, se formaba y se definía el nuevo estado. Ese nuevo Estado era independiente del poder colonial, pero, simultáneamente, en su carácter de centro de control del poder, era una ceñida expresión de la colonialidad del poder en la sociedad.
¿De cuál “nación” eran los nuevos estados que se constituían? ¿De los “europeos” o “blancos” que se llamaban ahora “mexicanos”, “peruanos”o “brasileños”, esto es que también se otorgaban una nueva identidad nacional? Pero estos eran una minoría realmente muy pequeña en todas partes, aunque relativamente no tanto en Chile, donde la mayoría de la población “india” no había sido colonizada y ocupaba todo el territorio al Sur del Bío-Bío y resistió aún por otro siglo antes de ser cuasi exterminada y colonizada, como lo había sido más temprano en Argentina y en Uruguay, bajo otras condiciones y con otros resultados. Por el contrario, la nacionalidad de dichos estados no tenía nada que ver con las poblaciones colonizadas de “indios”, “negros” y “mestizos”. No obstante, éstas eran la abrumadora mayoría de quienes quedaban encuadradas dentro de las fronteras de los nuevos estados. La nacionalidad de los nuevos estados no representaba a las identidades de la abrumadora mayoría de la población sometida a los nuevos estados. En rigor, originalmente les era contraria. En ambas dimensiones fundamentales, el nuevo estado independiente en esta América (Latina), no emergía como un moderno estado-nación: no era nacional respecto de la inmensa mayoría de la población y no era democrático, no estaba fundado en, ni representaba, ninguna efectiva ciudadanía mayoritaria. Era una ceñida expresión de la colonialidad del poder.
La cuestión de la democracia y el “problema indígena”
Esa peculiar situación de la nueva sociedad ex – colonial no quedó del todo oculta para una parte de los nuevos dueños del poder. Inmediatamente después de la consolidación de la victoria anticolonial, al promediar la segunda década del Siglo XIX, en el área hispana ya está en debate la cuestión del carácter del Estado y los problemas de ciudadanía. Para los liberales, en particular, eran demasiado visibles, por inmensas, las distancias entre sus modelos políticos. entonces procedentes sobre todo del discurso de la revolución liberal en Europa Occidental, y las condiciones concretas de su implantación en esta América. Y la población “india” será percibida pronto como un problema para la implantación del moderno estado-nación, para la modernización de la sociedad, de la cultura. Así, en el debate político latinoamericano se instala, desde la partida, lo que se denominó por casi dos siglos el “problema indígena”. Se podría decir, en verdad, que tal “problema indígena” es coetáneo con la fundación de las repúblicas ibero-americanas.
¿Por qué eran los “indios” un problema en el debate sobre la implantación del moderno estado-nación en esas nuevas repúblicas ?. Fuera de la colonialidad del poder en las nuevas repúblicas, semejante problema no tendría sentido. En cambio, desde esa perspectiva, los “indios” no eran solamente siervos, como eran esclavos los “negros”. Eran, primero que nada, “razas inferiores”. Y la idea de “raza” había sido impuesta no solamente como parte de la materialidad de las relaciones sociales – como era el caso de la esclavitud o de la servidumbre, lo que, en consecuencia, puede cambiar – sino como parte de la materialidad de las propias gentes, como era, precisamente, el caso con los “indios”, con los “negros”, con los “blancos”. Y en este nivel, por lo tanto, no habían cambios posibles. Y éste era, exactamente, el “problema indígena” : no era suficiente quitar a los “indios” el peso de las formas no salariales de división del trabajo, como la servidumbre, para hacerlos iguales a los demás, como había sido posible en Europa en el curso de las revoluciones liberales. O las marcas del colonialismo tradicional, como el “tributo indígena”, para descolonizar las relaciones de dominación, como había ocurrido al ser derrotadas o desintegrados los colonialismos anteriores. Y, encima, los sectores hegemónicos dentro de la fauna dominante se oponían con todas sus fuerzas a la eliminación del tributo, pero sobre todo de la servidumbre. ¿ Quién trabajaría entonces para los dueños del poder ?. Y era, precisamente, el argumento “racial” el instrumento, explícito o sobrentendido, para la defensa de los intereses sociales de los dominadores.
El “problema indígena” se convirtió, pues, en un auténtico incordio político y teórico en América Latina. Para ser resuelto requería, simultáneamente, ya que por su naturaleza el cambio en una de las dimensiones implicaba el de cada una de las otras: 1) la descolonización de las relaciones políticas dentro del Estado; 2) la subversión radical de las condiciones de explotación y el término de la servidumbre; 3) y como condición y punto de partida, la descolonización de las relaciones de dominación social, la expurgación de » raza» como la forma universal y básica de clasificación social. En otros términos, la solución efectiva del “problema indígena” implicaba, no podía dejar de implicar, la subversión y desintegración del entero patrón de poder. Y dadas las relaciones de fuerzas sociales y políticas del período, no era en consecuencia factible la solución real y definitiva del problema, ni siquiera parcialmente. Por eso, con el “problema indígena” se constituyó el nudo histórico específico, no desatado hasta hoy, que maniata el movimiento histórico de América Latina: el des-encuentro entre nación, identidad y democracia.
De otro lado, la independencia política frente a España o Portugal, bajo la dirección y el control de los “blancos” o “europeos”, no significó la independencia de estas sociedades de la hegemonía del eurocentrismo. En muchos sentidos, por el contrario, llevó a la profundización de dicha hegemonía, precisamente porque el eurocentramiento del patrón de poder implicó que mientras en Europa Occidental la modernidad fuera impregnando no sólo el pensamiento, sino las prácticas sociales, en esta América la modernidad fuera arrinconada en los ámbitos ideológicos de la subjetividad, sobre todo en la ideología del “progreso”, y ésta, por supuesto, más bien entre grupos minoritarios entre los sectores dominantes y entre los primeros y reducidos grupos de capas medias intelectuales [8].
¿Democracia y modernidad sin revolución?
Ese es el contexto que permite explicar y dar sentido a un fenómeno político peculiar, quizá, de la América Latina: la idea de que es posible alcanzar o establecer la modernidad y la democracia en estos países, sin tener que pasar por ninguna revolución del poder, o por lo menos de cambios radicales en los principales ámbitos del poder. De ese modo, la modernidad y la democracia, aquí tuvieron, tienen aún, el lugar y el papel de un espejismo político: puesto que existen en otros espacios, la retina liberal puede copiar sus imágenes en el horizonte ideológico del desierto territorio político y social latinoamericano. Tal espejismo político aún fascina a una parte principal del espectro político latinoamericano. Y de aquel espejismo tampoco están libres los que imaginan la revolución latinoamericana como reproducción de la experiencia eurocéntrica. El eurocentrismo cobra aquí todas sus consecuencias.
En el debate político latinoamericano de los casi dos siglos corridos después de la derrota del colonialismo español, esa ideología ha implicado la adopción del paradigma de la democracia liberal acerca del Estado y de las relaciones entre Estado y Sociedad, pero separado, incluso opuesto en verdad, del paradigma de la sociedad burguesa. En ésta, que produjo la democracia liberal, las relaciones de poder social se han constituido no solamente como expresión del capital y de la centralidad de Europa en el heterogéneo universo capitalista, sino también – y para las necesidades de la democracia liberal, sobre todo – como expresión de una relativamente amplia, si no exactamente democrática, distribución de recursos de producción, de ingresos, de mercado interno, de instituciones de organización y de representación. En los países “centrales” regidos por la democracia liberal, eso es el resultado de una centuria de revoluciones liberal-burguesas, o de procesos equivalentes. Pero tales procesos no sólo no tuvieron lugar, sino que no podían tener lugar en América Latina. Pues no se trata, obviamente, sólo de la persistencia aquí de la esclavitud, de la servidumbre, de la limitada producción industrial, etc., etc, producida por la distribución de poder en el universo capitalista y el proceso de eurocentramiento de su control. Se trata ante todo de que la ciudadanía liberal fue, aún es en rigor, una aspiración imposible para la inmensa mayoría de la población, formada por “razas inferiores”, esto es por no-iguales a los demás.
En ese sentido, el liberalismo en América Latina no ha dejado de proponer la imagen de un “Estado de Derecho” constituido por un universo de instituciones políticas y administrativas, diseñadas casi siempre con exquisito apego a las mejores esperanzas del liberalismo, pero sustentadas casi exclusivamente en el discurso constitucional, que no por acaso tiene en nuestros países una historia tan copiosa, pero sin correlativos o previos cambios en las relaciones de poder social. Fraseando el propio discurso liberal, bien podría decirse que esa propuesta ha implicado en la práctica, casi siempre, un “Estado de Derecho” articulado con una “Sociedad de Derecha”. Por lo cual cuando funciona no puede durar, nunca ha podido durar, o simplemente no ha logrado funcionar [9].
Respecto del lugar de la población “india” en el posible futuro democrático, el único cambio importante que pudo ser admitido ya tarde en el siglo XIX y que ha sido, entrecortadamente, puesto en práctica en el Siglo XX, es la “europeización” de la subjetividad de los “indios”, como un modo de su “modernización”. El movimiento intelectual llamado “indigenista” en América Latina, con ramificaciones en las artes visuales y en la escritura literaria, fue, sin duda, la más acabada encarnación de esa propuesta [10].
La colonialidad de semejante idea es, sin embargo, patente, pues se funda en la imposibilidad de admitir, de imaginar siquiera, la posibilidad de una descolonización de las relaciones entre lo “indio”y lo “europeo”, ya que, por definición, lo “indio” no es solamente “inferior”, sino también “primitivo” (arcaico, dicen ahora), es decir, por partida doble, “inferior” ya que “anterior” a lo “europeo” en una supuesta línea de evolución histórica de la especie, concebida según el desplazamiento del tiempo que se hizo inherente a la perspectiva eurocéntrica de conocimiento. Ya que no era posible “ablancarlos” a todos en términos “raciales”, a pesar de la intensa práctica de “mestizaje” que cubre la historia de las “razas” en América Latina, se concluyó que, en todo caso, era viable y tenía sentido “europeizarlos” subjetivamente, o culturalmente, si se quiere [11].
No será necesario detenerse mucho aquí en lo muy sabido. Las políticas de los dominantes para enfrentar ese problema fueron principalmente dos en América, aunque practicadas con muy diversas variantes entre países y entre momentos históricos. De una parte, el virtual exterminio de los “indios” y la conquista de sus territorios, en todos los países en lo cuales los dominadores, liberales y conservadores por igual, concluyeron pronto que ninguna des-indianización, como “europeización”, era viable. Así ocurrió en Estados Unidos, Argentina, Uruguay, Chile. De otra parte, el asimilacionismo cultural y político en México-Centro América y en los Andes [12].
¿Por qué la diferencia? Principalmente, sin duda, porque en esos últimos países la población “india” era, es, no solamente mayoritaria, sino, sobre todo, a diferencia de la de los otros países, socialmente disciplinada en el trabajo organizado dentro de un sistema de dominación y de explotación. Estos países, como México y Perú, fueron precisamente las sedes centrales del imperio colonial español, mientras Argentina, Chile, Uruguay fueron marginales antes de mediados del siglo XVIII. Dadas esas condiciones, la política de los “blancos” respecto de los “indios” prolongó, con modificaciones y adaptaciones, la política del período colonial, de asimilación y de discriminación cultural, al mismo tiempo. Con la formación republicana, el asimilacionismo comenzó a ser, sobre todo desde fines del Siglo XIX y a lo largo del Siglo XX, la dimensión enfatizada en el discurso político, aunque mucho menos en la práctica.
El asimilacionismo cultural es la política que se ha procurado sostener desde el Estado, a través del sistema institucionalizado de educación pública. La estrategia, por lo tanto, ha consistido y consiste en una “asimilación” de los “indios” en la cultura de los dominadores, que suele ser también mentada como la “cultura nacional”, a través de la educación escolar formal, sobre todo, pero también por el trabajo de instituciones religiosas y militares. Por eso, en todos estos países, el sistema educacional pasó a ocupar un lugar central en las relaciones entre “indio” y no “indio”. La educación escolar fue inclusive mistificada y mitificada en ambas partes, y no hay duda de que en países como México o Perú, más en el primero después de la “revolución mexicana”, de todos modos en ambos más que en los demás países, fue un mecanismo de des-indianización subjetiva, cultural si se quiere, de una parte no desdeñable de la población “india”. Un elemento importante en dicha estrategia ha sido también la apropiación de las conquistas culturales de las sociedades que fueron conquistadas, destruidas y sus poblaciones colonizadas, trasmitido como orgullo de lo “inca”, de lo “azteca”, “maya”, etc, en una palabra, de lo “indio” anterior a la colonización.
Sin embargo, dicha estrategia nunca ha dejado de alternarse y de combinarse con la política de discriminación de los “indios” y de enajenación de lo “indio”. De ese modo, la des-indianización no pudo abarcar a la mayoría de la población “india” y ésta no pudo incorporarse, ser incorporada, sino de manera parcial, precaria y formal, en el proceso de nacionalización de la sociedad, de la cultura, del estado. La colonialidad del poder sigue implicando que toda o parte de las poblaciones no “blancas” no puede consolidarse en su ciudadanía sin originar profundos y graves conflictos sociales. En ciertos países como Brasil, Ecuador o Guatemala, o en ciertas zonas de Bolivia, México o Perú, esa es, exactamente, la raíz de lo que para la fauna dominante quizá aparece todavía apenas como un nuevo “problema indígena”, pero que en verdad, como se verá inmediatamente, ha inaugurado un período histórico nuevo y en primer término para el patrón de poder en el cual está implicado.
Trayectoria del actual “movimiento indígena”
En la partida es pertinente hacer notar que el actual “movimiento indígena” es la más definida señal de que la colonialidad del poder está en la más grave de sus crisis desde su constitución hace 500 años[13].
Por supuesto, las poblaciones sobrevivientes de las derrotadas sociedades e identidades históricas[14] anteriores, no aceptaron inmediatamente nombrarse “indias”. Algunas de ellas resistieron admitir la derrota y la desintegración de sus sociedades y de sus identidades históricas durante todo un medio siglo, como una parte de los Incas del Cusco. Todavía hoy muchos grupos reivindican o vuelven a reivindicar los nombres particulares de sus antiguas identidades históricas (hoy colonialistamente admitidas apenas como “etnicidades”). Y es probable que en adelante varios otros nombres regresen a la nomenclatura de esas
poblaciones e inclusive que la hoy tan extendida “tentación identitaria” lleve a que sean reinventadas algunas identidades para ser recubiertas por esos nombres.
Empero, la consolidación, el desarrollo y la expansión mundial de la Colonialidad del Poder probaron ser procesos de excepcional vitalidad histórica. Pudieron sobrevivir algunos de sus nombres y jirones de sus memorias históricas, pero todas aquellas sociedades e identidades, o peoplehoods, terminaron desintegradas y sus poblaciones sobrevivientes y sus descendientes terminaron también admitiendo esa derrota y la nueva común identidad colonial, la cual, obviamente, ya no implicaba ningún peoplehood. Trescientos años después de la Conquista, al comenzar el período republicano, todas ellas eran “indias”. Y durante los dos siglos siguientes, esa identidad colonial se mantuvo. Podría decirse, sin arriesgar mucho, que para una parte mayoritaria de esas poblaciones, esa identidad había terminado siendo admitida como “natural”.
¿Por qué, en consecuencia, el rechazo ahora de esa denominación y la reivindicación del nombre de “indígena”, se han extendido e impuesto virtualmente entre esas poblaciones en toda América Latina, en el plazo relativamente corto de dos a tres décadas?. Y, más aún, ¿Por qué los “no-indios”, “mestizos” en primer lugar, pero también los “blancos” y “europeos” han terminado admitiendo esa reivindicación?
Entre dos crisis
Sugiero, en primer término, que el actual “movimiento indígena” fue incubándose en el mismo cauce del agotamiento de lo que la investigación social latinoamericana llamó la “crisis del Estado Oligárquico”, y que se constituyó y emergió en el mismo proceso de la neoliberalización-globalización de la sociedad latinoamericana.[15].
Es necesario tener en cuenta, a este respecto, que bajo el Estado Oligárquico la abrumadora mayoría de la población llamada “india” en América Latina era rural, aunque en la ciudad, no sólo en el campo, el régimen de dominación del cual eran víctimas era igualmente señorial. Esto es, la condición social de la mayoría de los “indios” era la servidumbre doméstica en las ciudades y agrario-doméstica en el campo.
La cuasi universal servidumbre de los “indios” fue consecuencia del despojo continuo de sus tierras en favor de los no-indios, desde el comienzo mismo de la era republicana. Durante el Coloniaje, junto con la eliminación formal del sistema de encomienda, y como un modo de control de las poblaciones “indias”, la Corona dispuso que se les otorgase tierras para sembrar y para residir, como zonas de exclusiva propiedad y residencia “indias”. La extensión de esas tierras fue diversa según las zonas. Pero no fue poca en ningún caso. En el Perú fueron muy extensas y en Bolivia aún mucho más. Tras la derrota de los españoles, Bolívar decretó para todo el ex- Virreinato del Perú, que las tierras de las comunidades indígenas fueran privatizadas y mercantilizadas. Sin embargo, durante la mayor parte del Siglo XIX, las comunidades indígenas de las repúblicas andinas, mantuvieron el control de la mayor parte de las tierras que les fueron adjudicadas durante el Virreinato. El despojo recomenzó a fines de ese siglo, como una de las consecuencias de la apropiación de minas, plantaciones y haciendas por parte del capital norteamericano. Y se acentuó y expandió en las tres primeras décadas del Siglo XX, reprimida y derrotada sangrientamente la resistencia del campesinado indígena, forzando a la mayoría de las poblaciones “indias” a someterse a la servidumbre. Lo que se ha denominado el Estado Oligárquico, basado en las relaciones de dominación inherentes a la colonialidad del poder, fue fortalecido en esos procesos. En México la resistencia del campesinado indígena convergió con la disputa por el control del poder en el seno la propia burguesía y de las capas medias, dando lugar a la llamada “revolución mexicana”.
Ese es el contexto histórico que ayuda a entender porqué la crisis y retirada del Estado Oligárquico, en los países de mayoritaria población “india”, tuviera implicaciones decisivas en la situación social y política de dicha población y estuviera en el origen de la crisis y del cambio de su identidad.
En efecto, la crisis del Estado Oligárquico terminó junto con el fin de la predominancia de las relaciones serviles y semi-serviles y la desintegración de las estructuras de autoridad local y estatal ligadas al poder de la burguesía señorial y de los terratenientes señoriales, ya sea por revoluciones sociales como en México (1910-1927) o en Bolivia (1952) en las cuales la participación organizada del campesinado, “indio” en su mayoría, fue decisiva; sea porque, por ejemplo en Perú, por la masiva presión organizada de los campesinos, mayoritariamente “indios”, entre 1957 y 1969, fueron adoptadas medidas de redistribución de tierras para sembrar, llamadas reformas agrarias; sea porque los propios terratenientes señoriales fueron forzados, como en Ecuador (1969-70), a cambiar el régimen de trabajo servil por el trabajo asalariado. El resultado fue, en todas partes, la expansión del trabajo asalariado y de las actividades de carácter mercantil.
Tales procesos estuvieron asociados, como es conocido, con la abrupta urbanización de la sociedad latinoamericana en su conjunto, la relativa expansión de la producción industrial y de su mercado interno, el cambio de la estructura social urbana con la formación de nuevos grupos de burguesía industrial-urbana, de nuevas capas medias de profesionales e intelectuales y de una nueva población asalariada, industrial y comercial. Y, por supuesto, parte de esos cambios fue la masiva migración desde el campo a la ciudad.
Todo eso se expresó pronto en la relativa modernización del Estado, que vio no sólo ampliadas sus bases sociales, sino sobre todo cambiadas profundamente con la parcial y precaria, pero no menos real y decisiva, incorporación de nuevos contingentes, de origen campesino e “indio”, al ámbito de la ciudadanía, aunque enredados aún en mallas de clientelaje y de formas de intermediación política, más que de representación directa.
Esos procesos fueron más amplios, masivos, globales en una palabra, más en unos países que en otros. Para los de población indígena mayoritaria, esas diferencias han probado ser decisivas. En el Perú fue donde, sin duda, el proceso fue más temprano, más rápido y más abarcador. Eso implicó la des-indianización de la identidad y de la autoidentificación de una parte mayor de la población “india”, su traslado a las ciudades, a actividades vinculadas al salario y al mercado, e inclusive en el mundo rural, mucho más que a las campesinas del período precedente. Ese específico proceso de des-indianización fue denominado de “cholificación” [16].
La nueva población “chola” fue, sin duda, la principal protagonista y agente del proceso de cambios en el Perú posterior a la Segunda Guerra Mundial. Fue ella, en primer término, la que formó el que hasta fines de los 60s fue el más amplio y poderoso movimiento campesino de América Latina[17] y llevó finalmente a la desintegración del poder señorial en el campo, cuya culminación fue la reforma agraria de la dictadura militar de Velasco Alvarado en 1969, hecha, en rigor, para bloquear el desarrollo del movimiento campesino de los “cholos”, con todas las consecuencias negativas para la sociedad rural y para la producción agropecuaria. Fueron ellos los que formaron el nuevo contingente de asalariados industriales y comerciales urbanos, levantaron un nuevo movimiento sindical, cuya gravitación en el debate político nacional fue muy importante hasta la crisis de mediados de los 70s, y conquistaron decisiones legislativas que les permitían negociar con algunas ventajas la venta de su fuerza de trabajo. Fueron ellos los que poblaron el aparato estatal de educación en todos los niveles, obligando al Estado a su rápida ampliación. Ellos poblaron las universidades estatales formando un nuevo y más amplio movimiento de estudiantes universitarios, con consecuencias profundas para el país, comenzando por la ampliación brusca de nuevas capas medias, que se reclutaban precisamente en esa población. Ellos, más que nadie, poblaron las “barriadas” peruanas, que han llegado a albergar más del 70% de la población urbana del Perú y que han llegado a significar la experiencia social, cultural y simbólica central del último medio siglo XX peruano.
La militarización del Estado después de las experiencias guerrilleras de 1965-1967 y su enfrentamiento con las capas más jóvenes de esa nueva población “chola”, en especial en las universidades y entre los intelectuales jóvenes, bloqueó y distorsionó el desarrollo social, cultural y político de esas poblaciones, sobre todo en la “Segunda Fase” de la Dictadura Militar (1968-1980), ayudó a exacerbar las graves distorsiones que las versiones stalinianas y maoistas del ya eurocentrificado “materialismo histórico” introducían en las universidades y entre la joven inteligencia “chola”, en el debate sobre el conocimiento del proceso peruano (según ellas el Perú era una sociedad feudal o semi-feudal, como la China de comienzos de los años 30 del siglo XX, por lo cual la guerra revolucionaria del campo a la ciudad, etc., etc.) y finalmente se combinaron con ellas, hasta llevar, desafortunadamente para todos, al turbio y sangriento intercambio terrorista entre el Estado y la agrupación maoista, Sendero Luminoso, entre 1980 y 2000, y cuyas principales víctimas fueron las propias poblaciones campesinas «indígenas» o no del todo “cholificadas” (según la Comisión de la verdad y Reconciliación. Informe Final, Lima 2003, más de 60 mil).
Durante medio siglo, la población que se des-indianizó, se apropió de e hizo positiva la derogatoria identificación como “chola” y/o como “mestiza”, no ha hecho sino aumentar en proporciones y en presencia e influencia en todos los ámbitos de la sociedad peruana, incluido por cierto el mundo rural donde habitan, minoritariamente, los que son aún identificados como “indios”, aunque no es seguro que ellos acepten ya esa identificación. Y es improbable que la población “chola” regrese a la identificación como “india”.
Esa es, seguramente, la respuesta a la interrogante que ahora pena en el debate peruano y latinoamericano sobre el actual “movimiento indígena”: ¿Porqué siendo Perú el país donde la población “india” era mayor que en los demás países andinos, no hay ahora ningún “movimiento indígena” importante, mientras si lo hay y tan presente e influyente en Ecuador, sobre todo, y en Bolivia?
La neoliberalización-globalización y sus implicaciones en el “movimiento indígena”
Por comodidad, pero sin arbitrariedad, enlazo aquí neoliberalización-globalización para denominar el proceso que ha sufrido América Latina, como el resto del mundo, entre la crisis de mediados de los 70 del Siglo XX y ahora. Hay relativo consenso en el debate actual, aparte de un océano de escritura, acerca del debilitamiento y de la des-nacionalización del Estado, de la polarización social y de la des-democratización de la sociedad. No tengo que insistir en esas cuestiones[18]. Pero lo que tales procesos implican o han implicado para la cuestión del “movimiento indígena”, apenas comienza a ingresar en el debate latinoamericano. En consecuencia, aquí es más bien pertinente abrir algunas de las cuestiones más significativas.
Sugiero, en primer lugar, que la rápida, más bien brusca, desintegración de la estructura productiva que estaba en curso de desarrollo en estos países, produjo no solamente el desempleo, aumento del subempleo y rápida polarización social, sino también un proceso que puede ser reconocido como un proceso de re-clasificación social que afecta a todos los sectores sociales y, obviamente, sobre todo a los trabajadores. Y ese proceso está asociado a una crisis de identidad social en todos los sectores, pero en primer término en aquellos cuya identidad era aún o ya ambigua y vacilante, empujándolos a la búsqueda urgente de otras, nuevas identidades. Eso es lo que explica, a mi juicio, que por ejemplo las identidades sociales expresadas en términos de “clases sociales” hayan cedido en todos estos países, su lugar a identidades llamadas “étnicas”, regionales, residenciales, o “informales” y “pobres”.
Esa crisis y cambio de identidades ha tenido lugar, explícitamente, entre los trabajadores rurales “indios” de los países andinos y mesoamericanos menos urbanizados, que habían sido identificados y habían admitido serlo en términos de “clase”, como “campesinos” y que ahora han terminado re-identificándose como “indígenas”. Mientras que en el Perú, en cambio, la retirada de la identidad de “campesinos” o no está en juego, o es más bien indecisa y lenta. Inclusive hoy, la más importante organización comunal enfrentada a las empresas mineras se llama Coordinadora Nacional de Comunidades Afectadas por la Minería (CONACAMI), y no apela a la idea de “comunidad indígena” en el propio país donde ella se originó.
Junto con esos problemas, en segundo lugar, la llamada globalización ha instaurado también un nuevo universo de comunicación, con un creciente espectro de recursos, de medios tecnológicos, que van desde el clásico radio transistor, que fue el primer elemento en romper la localización aislada de “campesinos” e “indios”, hasta el correo electrónico, extendido en lugares no inmediatamente sospechados, o el teléfono portátil, el famoso “celular”, ubicuo ahora inclusive en localidades, de otro modo, aisladas. En ese sentido, las poblaciones rurales o rural/urbanas en proceso de crisis de identidades sociales y de re-identificación étnica, sobre todo, han encontrado, en la red virtual un modo de re-conocerse y de identificarse con todos sus próximos en lugar y nombre en el sistema “racial” de discriminación y de dominación, como en el período inmediatamente anterior era pertinente identificarse con todos aquellos afectados por un mismo aparato de explotación, el capital.
Sin embargo, las propuestas de reconocer como “desterritorialización” o “deslocalización” las nuevas realidades virtuales que producen esas nuevas redes de comunicación, en el caso específico de los “indígenas” debe tomarse con muchas cautelas, porque la geografía, lo local y lo comunal, el vecindario y la vivienda, tienen sin duda una gravitación muy diferente que en el caso de las dispersas, a veces itinerantes o trashumantes, poblaciones urbanas de las sociedades industriales.
En tercer lugar, el debilitamiento del estado, su visible des-nacionalización e inclusive su re-privatización en muchos países de la región, procesos todos que cortan las conquistas de precisamente las poblaciones de origen o de identidad “india”, educación y salubridad públicas, servicios urbanos, producción y protección de empleo asalariado, no solamente han dejado a sectores amplios de los dominados y explotados de América Latina sin referencia de apelación para sus demandas y necesidades, ahora mayores y más premiosas que nunca antes en los últimos doscientos años. En varios de estos países, el Estado ha venido actuando, sobre todo en la década de 1990, en contra de la mayoría de la población, de un modo análogo a como lo hacía inmediatamente después de la derrota de los imperios coloniales ibéricos. Por eso, después de más de tres décadas de esos procesos, sectores crecientes de la población popular de América Latina y dentro de ellos los “indios”, han aprendido o están rápidamente aprendiendo que tienen que encontrar maneras no sólo de no vivir del Estado, sino de vivir sin o contra el Estado.
Y es allí, en ese específico ámbito, donde probablemente se encuentre el núcleo principal de determinaciones de la re-identificación en curso: de “campesinos” y de “indios” a “indígenas”. Me refiero, ante todo, a las direcciones que ha ido tomando, desde comienzos de la década de 1980, el manejo de las cuestiones de la autoridad colectiva o pública por las poblaciones “indias” que iniciaron acciones de organización y de movilización en los países andino-amazónicos y que han ganado celebridad mundial después de Chiapas.
Primero en el curso de organización de la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA), que se estableció en 1984, integrada por las organizaciones de las más importantes de poblaciones de la Cuenca Amazónica, de Perú, de Bolivia, de Brasil, de Ecuador, de Colombia y de Venezuela, y poco después en la organización de la Unión Nacional de Comunidades Aymaras (UNCA) en Puno, en el altiplano peruano que bordea el lago Titicaca, en esa misma década, emergió como uno de los aspectos de mayor significación la reorganización y revitalización de la comunidad, como la específica estructura de autoridad colectiva y pública de esas poblaciones. En los congresos que decidieron la formación de la COICA y de la UNCA, el problema de la ausencia y de la hostilidad del Estado fue explícitamente debatido y fue decidido, por eso, la necesidad y la urgencia de la autoridad comunal [19]. La cuestión de la autonomía territorial y política, que había sido el vacío slogan de los seguidores de la Internacional staliniana a fines de los 20s y comienzos de los 30s del siglo XX, reaparecía ahora, autónomamente colocada en la mesa del debate de las “comunidades indígenas”.
Comenzó entonces el período de tensiones y de presiones entre esas poblaciones y el Estado, que no ha hecho sino ampliarse e intensificarse hasta hoy. Probablemente fue también el momento del desplazamiento de identidad de lo “indio” hacia lo “indígena”. Es dudoso, incierto en todo caso, que se haya producido entre los “indios” un debate colectivo y sistemático sobre la colonialidad de los términos “indio”, “negro”, “blanco”, “mestizo”, aunque algunos científicos sociales, en México y en el Perú, ya estaban discutiendo esas cuestiones [20]. Lo más probable es que fue a partir de las decisiones de reorganización y de revitalización de la “comunidad indígena” frente al Estado, que se va produciendo el abandono de la identificación de “indio” en favor de “indígena”.
La “comunidad indígena” fue una creación de las autoridades coloniales en el Siglo XVI. Durante el coloniaje fue sede y refugio de las poblaciones ¨indias¨ no inmediatamente servilizadas. Por eso, cuando comienza el despojo republicano de sus tierras y el sometimiento de los “indios” a la nueva servidumbre, la “comunidad indígena” es reclamada y proclamada como la institución emblemática de la lucha contra la servidumbre y el abuso de la hacienda, de la mina y del Estado. Y, además, por muchos años, para la población campesina “india”, se convierte en la sede virtualmente exclusiva de democracia política bajo el Estado Oligárquico, porque todos los miembros adultos de las “comunidades indígenas”, varones y mujeres, desde los 14 años, tienen derecho a participar en el debate y en las decisiones colectivas que afectan a sus miembros. Sin duda por eso, ante todo, a despecho de su origen colonial, la “comunidad indígena” provee ahora a las poblaciones de campesinos y de desocupados, informales, de origen “indio”, y luego a profesionales e intelectuales del mismo origen, de las banderas ideológicas anticoloniales tanto respecto del problema nacional, como de la democracia.
Hay ya visible, reconocida y activa, una capa de intelectuales “indígenas” en Ecuador, en Bolivia, en México, en Guatemala. También en Perú, pero los que se identifican como tales están sobre todo entre los Aymaras y entre los pobladores de la cuenca andino-amazónica. En el debate reciente acerca de todas aquellas cuestiones, sin duda han pasado a tener una participación activa y decisiva. La creación de la Universidad Indígena Intercultural y del Instituto de Investigaciones Indígenas, en Quito, bajo la conducción de Luis Macas, uno de los fundadores de la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) y recientemente Ministro de Asuntos Indígenas en el gobierno de Lucio Gutiérrez, con el cual finalmente ha roto, es una de las más eficaces demostraciones de ese fenómeno.
El actual “movimiento indígena” se desarrolla inicialmente entre los grupos principales de la Cuenca Amazónica, cuya expresión mayor antes de la COICA fue ECUARUNARI (Pueblos del Ecuador), en 1972. Aunque en Ecuador estuvieron activas organizaciones de “indios” que, con la influencia y el respaldo del Partido Comunista Ecuatoriano, buscaban autonomía política respecto del Estado de Ecuador, no es probable que esos antecedentes hayan tenido gravitación en la formación del actual movimiento indígena de ese país. Por el contrario, algunas organizaciones religiosas, salesianos y jesuitas, habrían tenido influencia importante. En 1980 se formó la CONFENAIE (Confederación de Nacionalidades Indias Ecuatorianas) y, finalmente, de CONAIE (Confederación Nacional de Indígenas Ecuatorianos) en 1989, como organización central de todos los grupos organizados de indígenas ecuatorianos. Su legitimidad política fue conquistada en la famosa Marcha sobre Quito en 1992. Y ganó presencia internacional con su participación en la caída del gobierno de Abdala Bucaram en 1997 y con su liderazgo en la caída del gobierno de Miguel Mahuad, en enero del 2000, en cuya ocasión el líder principal de la CONAIE, Antonio Vargas, ocupó, brevemente, el sillón presidencial, con el respaldo del entonces Coronel Lucio Gutiérrez, que después sería elegido Presidente de Ecuador, gracias, principalmente, al apoyo del movimiento indígena[21].
El caso de Bolivia es mucho más complejo. Los campesinos bolivianos se fueron organizando siguiendo patrones sindicales desde los años 40 del Siglo XX, lado a lado con el movimiento minero. Juntos participaron en la revolución boliviana de Abril de 1952 y mientras los mineros tomaban las minas y las expropiaban, ellos se tomaron las tierras y expulsaron a los terratenientes señoriales [22] Formaron juntos las famosas milicias obrero-campesinas que consolidaron la revolución y aliados a la Confederación Obrera Boliviana (COB), obligaron al gobierno de Paz Estensoro a legalizar y a extender la redistribución de tierras. Estuvieron en todos los avatares de la política boliviana desde entonces, aunque no siempre en la misma línea. Inclusive fueron utilizados por el General Barrientos, que con el Golpe Militar de 1964 bloqueó el proceso revolucionario y produjo la feroz masacre de obreros mineros en Junio de ese mismo año.
Al derrumbarse la minería del estaño y clausurarse las minas estatales, muchos de los obreros mineros, incluidos algunos de sus más respetados líderes, decidieron ir a trabajar junto con los cultivadores de coca en el Chapare. Pero además les ayudaron a organizarse según la experiencia sindical minera. Eso permitió a esos campesinos, “indios” si se les aplica el criterio de “raza”, no ser víctimas, ni instrumentos de las redes mafiosas del tráfico de coca y de cocaína. Pero también les ha permitido resistir al Estado boliviano y al de Estados Unidos, empeñados simplemente en la erradicación del cultivo de coca, sin alternativas provechosas para los campesinos. En esa lucha se han fortalecido como movimiento de trabajadores y de campesinos, han ganado el apoyo de otras fuerzas sociales, a las cuales han apoyado en sus propias luchas, han emergido después como un movimiento político de filiación socialista, el Movimiento al Socialismo (MAS) y producido líderes políticos de talla nacional, como Evo Morales, candidato a la Presidencia de la República en las elecciones y segundo en el resultado final, contra los pronósticos de la prensa urbana.
De otro lado, sin perder continuidad con las experiencias del movimiento katarista (nombre en homenaje a Tupac Katari, caudillo aymara en la revolución de Tupac Amaru en l780), activo en las luchas campesinas y guerrilleras de los años 70 del Siglo XX, se han ido formando y cambiando otros movimientos de los aymaras, que pueblan el altiplano que rodea el Lago Titicaca. El más importante actualmente es la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), cuyo líder es Felipe Quispe, apodado El Mallku, que ha conquistado una notable autoridad sobre el campesinado y notable presencia nacional.
El MAS y la CSTUCB han participado no solamente en las elecciones, sino sobre todo en amplios movimientos sociales y políticos en defensa del control nacional de los recursos de producción del país, como en la Marcha por el Territorio y la Dignidad, de 1991, y recientemente en los conocidos sucesos que llevaron a la renuncia de Gonzalo Sánchez de Losada a la Presidencia de Bolivia, después de sangrientos conflictos con el movimiento popular.
No se trata, pues, en el caso boliviano, estrictamente de “movimientos indígenas” en todos los casos, como en Ecuador, en la COICA amazónica, o en Chiapas, Guatemala, y más recientemente en los casos de los “mapuches” de Chile y otros grupos menores en Argentina.
Respecto de Chiapas y de Guatemala, la prensa internacional ha hecho mundialmente famoso el movimiento de los “indígenas” de Chiapas y a su mediático vocero el Subcomandante Marcos y en gran medida gracias a él, lo mismo que sobre Guatemala, por la prolongada y sangrienta guerra civil y la presencia de la Premio Nobel Rigoberta Menchu [23].
Sentido y perspectivas del actual “movimiento indígena”
No existe, en realidad, un “movimiento indígena”, salvo en sentido abstracto nominal. Y sería malconducente pensar que el término “indígena” nombra algo homogéneo, continuo y consistente. Así como la palabra “indio” sirvió en el coloniaje como un identificador común de muchas, diversas y heterogéneas identidades históricas, para imponer la idea de “raza” y como mecanismo de control y de dominación que facilitara la división del trabajo explotado, la palabra “indígena”, no obstante ser testimonio del rechazo de la clasificación colonial y de reivindicación de identidad autónoma, no sólo no es una liberación de la colonialidad, sino que tampoco indica ningún proceso de homogenización, a pesar de que, sin duda, disueltas las antiguas identidades, la homogeneidad es ahora mayor que ayer. No hay duda de que el término cubre una heterogénea y diversa realidad y tampoco debe dudarse de que varias de las identidades especificas reaparecerán, ya están reapareciendo, aparte de que varias nunca se disolvieron, como en el caso de los aymaras, entre los amazónicos, o entre los diversos grupos de Chiapas o del Altiplano guatemalteco[24].
Nada asegura, en consecuencia, que todos los actuales grupos de “indígenas”o los que emergerán después, se orientarán en las mismas perspectivas y se dirigirán hacia el mismo horizonte.
Con todo, su actual presencia en el escenario latinoamericano tiene algunas implicaciones comunes. Primero que todo, es verdad, hay un reclamo común de identidad, pero más bien como contrapartida de la discriminación que impide asimilarse plenamente a la identidad nacional o cultural dominante. Pero esa es una reivindicación casi tradicional, en la cual han estado comprometidos los indios y los indigenistas, y por cierto los antropólogos que quisieran que lo que ellos llaman “culturas” fueran preservadas en una suerte de museos, independientemente de si así les gustaría o beneficiaría a las propias gentes.
Los más organizados, sin embargo, como en Ecuador primero y luego en Chiapas, han avanzado a plantear la necesidad de un estado plurinacional. Y no se trata solamente de hacer admitir en los textos constitucionales las frases rituales, ahora comunes a casi todos esos textos, sobre la plurietnicidad, la pluriculturalidad, la plurietc., etc. Se trata de que la estructura institucional del Estado sea modificada en sus fundamentos, de modo que pueda representar efectivamente a más de una nación. Es decir, se trata de una múltiple ciudadanía, ya que en la existente los “indígenas” no tienen, no pueden tener, plena cabida [25]. Es también cierto, sin embargo, que ese no es aún el horizonte de la mayoría de las poblaciones que se re-identifican como “indígena” en América Latina. Pero esa demanda implica, de todos modos, el final del asimilacionismo político y cultural en América, ya que, después de todo, nunca fue plena y consistentemente practicada por los dominantes no- indios o “blancos”. Y si eso logra abrirse realmente paso, si no es simplemente reprimida y derrotada, ese es también el fin del espejismo eurocéntrico de un Estado-Nación donde unas nacionalidades no han dejado de dominar y de colonizar a otras, además, mayoritarias.
Una variante de esa demanda es la autonomía política y territorial. Y en algunos casos, en Venezuela y Canadá, los grupos dominantes han preferido no arriesgar sus Estados-Nación y ceder territorios relativamente extensos, políticamente autónomos, para determinados grupos indígenas. Pero en esos países, como en Argentina, Chile y Uruguay, o en Brasil, las poblaciones “indígenas” son minoritarias y bien pueden alguna vez acceder a espacios relativamente autónomos. Otro muy distinto es el caso de países con grandes poblaciones “indígenas”, México, Guatemala, Ecuador, Bolivia, inclusive Perú si los procesos identitarios se movieran en otras direcciones. Los aymaras han ya imaginado, explícitamente, la posibilidad de territorio autónomo. Pero ellos habitan en cinco países, y su situación podría parecerse alguna vez a la de los kurdos en el Medio Oriente. En estos países, el conflicto entre el Estado-Nación y el Estado Plurinacional está planteado en serio.
Empero, a la hora de la globalización, con sus procesos de debilitamiento y de des-nacionalización de los Estados, la demanda de Estados y de ciudadanías plurinacionales aparece mucho más confusa y complicada. Porque eso plantea a los pueblos sometidos a Estados producidos dentro de la colonialidad del poder, ante todo, pero no menos a los demás pueblos, inclusive a los identificados con su propio Estado-Nación, un serio problema sobre el control democrático de la autoridad colectiva o pública. Y aquí, de nuevo, los movimientos de los indígenas latinoamericanos más fuertes y más organizados, ya han levantado la reivindicación de la autoridad comunal, o mejor, de la comunidad como estructura de autoridad apta para ser democràticamente controlada, desde sus bases y de modo continuo, frente a Estados de naciones ajenas o, peor, bajo control global, lejano, imperial, represivo, burocrático, corporativo y vertical, como el que parece emerger con el Bloque Imperial Global, bajo hegemonía de Estados Unidos[26].
En este plano, la iniciativa de la Unión Nacional de Comunidades Aymaras (UNCA), del lado peruano, intentó un proyecto notable. Las comunidades de cada jurisdicción básica (el distrito, en el caso peruano) local se asocian entre si en una Multicomunal Distrital. Las varias de ese nivel se asocian en una Multicomunal Provincial. Y ellas dan lugar a la UNCA. Cada dirigente, de cualquier nivel es electo en su comunidad de base y puede ser removido allí. El diseño es algo muy parecido a la conocida idea del Estado que ya no es Estado, porque tiene la consistencia y la cobertura de un Estado, pero sus bases son diferentes y el modo de su generación y de su control, mucho más. Se trata de un modo de autogobierno directo de las gentes asociadas en una red de comunidades, pero con la fuerza y la autoridad de todo un Estado.
Estas últimas demandas y ejercicios no nacen del aire, ni están en él. Son el desarrollo y la redefinición de la secular experiencia de la democracia local de las comunidades indígenas. Si las poblaciones indígenas mayoritarias en determinados países deciden poner en práctica esas formas de autoridad política, podrían confluir con las tendencias más recientes y también más incipientes de otros sectores sociales, como los que emergieron en el reciente estallido social de Argentina. De cierta manera, pues, estos movimientos emergen en el mismo nuevo horizonte común de los nuevos imaginarios de cambio social y político, la producción democrática de una sociedad democrática.
En todo caso, la redefinición de la cuestión nacional y de la democracia política, aparecen ahora como las implicaciones más profundas, las de mayor alcance y de mayor potencial conflictivo en esta parte de América Latina. En ese sentido, se trata del desafío más importante que le haya surgido al patrón de poder marcado por su colonialidad. Este se originó aquí en América y también aquí está entrando en su más peligrosa crisis.
Notas
[1] Publicado en Portugués, en Política Externa, vol. 12, No. 4, marzo-abril-mayo 2004, pp. 77-97, Instituto de Estudios Internacionales, Universidad de Sao Paulo, Sao Paulo, Brasil.
[2] Toda estadística sobre los “indios” o “indígenas” en América Latina es azarosa e incierta. Depende obviamente de los criterios de identificación, de quien identifica a quien y quién se identifica cómo. En México las cifras van de 25 a 50 millones y en los países andinos de 10 a más de 20 millones. Las cifras solo pueden tener utilidad de referencia, pero no, exactamente, de estadística.
[3] Véase de Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein: The Americanity as a concept. Or the Americas in the Modern World-System. En International Journal of Social Sciences, No. 134, Nov. 1992, UNESCO, Paris, Francia. También, de Aníbal Quijano: Qué tal Raza. Originalmente en Familia y Cambio Social. CECOSAM, 1999, pp. 186-204. Lima, Perú y reproducido en varias otras publicaciones. Y Raza, Etnia, Nación en Mariátegui. Cuestiones Abiertas. En Roland Forgues, ed. José Carlos Mariátegui y Europa. Amauta 1993, pp. 167-188. Lima, Perú.
[4] He comenzado a discutir las cuestiones referidas a ese nuevo patrón de poder, sus fundamentos y sus implicaciones, principalmente en Colonialidad del Poder, Eurocentrismo y América Latina. En Edgardo Lander, comp. Colonialidad del saber, eurocentrismo y ciencias sociales. UNESCO-CLACSO, 2000. Buenos Aires, Argentina. Colonialidad del Poder y Clasificación Social. En Festschrift for Immanuel Wallerstein. Journal of World-systems Research, Vol. VI, No. 2, Fall/Winter 2002, pp. 342-348. Special Issue. Giovanni Arrighi and Walter L. Goldfrank, eds. Colorado, USA. Y en Colonialidad, Globalización y Democracia. Originalmente en Tendencias básicas de nuestra época. Globalización y democracia. Instituto de Altos Estudios Diplomáticos «Pedro Gual», pp. 25-61. Caracas, 2001. Venezuela. Reproducido en otras publicaciones latinoamericanas. Traducción al portugués como Colonialidade, Poder, Globalizaçao e Democracia. En Novos Rumos, Ano 17, No. 37, 2002, pp. 04-29. Sao Paulo, SP, Brasil.
[5] El término “europeo” es usado aquí no en su sentido físico-geográfico, sino en relación con la colonialidad del patrón de poder vigente. Esto es, como referencia a los grupos sociales “blancos” o “europeos” que tienen el control del poder mundial donde quiera que sus respectivos países están ahora ubicados, pues esa geografía del poder sigue siendo un producto de la colonialidad del poder.
[6] Hay una extensa literatura de ese debate. Véase el reciente libro de Agapit Tirkey: Jharkhand Movement. A Study of its dynamices. All India Coordinating Forum of the Adivasi/Indigenous Peoples (AICFAIP), 2002, New Delhi, India. La “castificación” de las relaciones de poder en India hace más compleja aún la “indigenización” de parte de la población. Véase, entre otros, de Oliver Mendelsohn y Marika Vicziany: The Untouchables. Subordination, Poverty and the State in Modern India. Foundations Books, Cambridge University Press, 2000, New Delhi, India.
[7] En el IV Foro Social Mundial cuya cuarta edición acaba de realizarse (enero 15-21, 2004) en Mumbai (Bombay), India, fue, sin duda, más amplio y popular que los anteriores, precisamente por la masiva presencia de los adivasi/ indígenas de todo el Sudeste asiático y sobre todo de todas las regiones de la India, ocupando junto con los dalit/intocables todos los espacios del Foro con sus marchas, sus consignas, sus demandas, su protesta contra la opresión, la discriminación, el despojo, contra la violencia del fundamentalismo “comunalista”. El Foro fue para todos ellos también la ocasión de un común encuentro, sin precedentes. No hay como minimizar la importancia de esos hechos cuyas implicaciones no tardarán en hacerse perceptibles.
[8] He propuesto algunas cuestiones para ese debate en Modernidad, Identidad y Utopía en América Latina. Sociedad y Política Ediciones, 1988. Lima, Perú.
[9] Para una debate más detenido sobre las implicaciones de la “raza” para la ciudadanía, la representación, y la participación en el Estado liberal, se puede ver mi Colonialité du Pouvoir et Democratie en Amerique Latine. En Future Anterieur. Amerique Latine, Democratie et Exclusion. L’Harmattan, 1994. París, Francia. También Ciudadanía y Democracia: Cuestiones Abiertas. En Heidulf Schmidt y Helena González, eds. Democracia para una Nueva Sociedad. Nueva Sociedad, 1997. Caracas, Venezuela.
[10] En el Perú el debate más importante se dio entre José Carlos Mariategui y Luís Alberto Sánchez. Véase: de J.C. Marátegui: 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Originalmente publicado en 1928, De Luís Alberto Sánchez: Apuntes para una biografía del APRA. Los primeros pasos, 1923-1931. Mosca Azul, eds. 1978. Lima, Perú. De José Deustua y José Luis Renique: Intelectuales, Indigenismo y Descentralismo en el Perú, 1897/1931. Centro Bartolomé de las Casas, 1984. Cusco, Perú. De Hernán Ibarra: Intelectuales Indígenas, Neoindigenismo e Indianismo en el Ecuador. En Ecuador Debate, 48, Diciembre de 1999, pp. 71-94.
[11] Véase Colonialidad del Poder, Eurocentrismo y América Latina, op. Cit.
[12] Hay en ese debate un fenómeno aún no realmente estudiado. No cabe duda de que la población “india” era demográficamente mayoritaria en las repúblicas más importantes, en todo caso más extensas, del área hispana y era culturalmente predominante entre los colonizados, en México, Centro América y los Andes. No obstante, la población “negra”, aunque obviamente menor, era importante en la Costa Norte del Pacifico y sin duda, sobre todo, en el Caribe, para no mencionar el área portuguesa donde era abrumadoramente mayoritaria. Y curiosamente, la población “blanca” era la menos numerosa en todas estas repúblicas. Por lo mismo, la demografía no es, seguramente, la instancia a la que hay que recurrir para explicarse porqué la población ¨negra¨ no aparece en el debate político sobre el Estado, más allá del problema de abolir o mantener la esclavitud. Sugiero que después de la revolución haitiana, los dominantes de todas las Américas, pero no menos las de Europa – éstos estaban en pleno curso de colonización de los ¨negros¨ del Africa – procuraron y lograron hacer sociológica y políticamente invisibles a los ¨negros¨ y los incluyeron solamente en el debate sobre la esclavitud. El hecho es, de todos modos, que en el debate sobre qué hacer políticamente con las poblaciones no “blancas” o no “europeas”, en el área hispana los “negros” son durante todo el siglo XIX virtualmente invisibles. Por eso no se instala el “problema negro” al mismo título que el “problema indígena”.
[13] Sus dos primeros grandes momentos de crisis fueron, primero, la revolución de Tupac Amaru en el Vireynato del Perú, en 1780, que fue derrotada, pero dejó profundas secuelas para el destino del poder colonial. El segundo fue la revolución en Haití, en 1804, bajo la conducción de Toussaint Louverture, sin duda la primera gran revolución moderna, que en el mismo movimiento histórico produjo una victoriosa subversión social (esclavos contra amos), otra anticolonial y nacional (la derrota del colonialismo francés y la formación de la nacionalidad haitiana), y una de porte global, el primer momento de la desintegración de la colonialidad del poder (“negros” contra “blancos”). Los posteriores avatares del proceso haitiano, de sobra conocidos, mellaron las potencialidades de la revolución, pero no disminuyen el significado histórico de aquella gesta excepcional.
[14] No tengo una traducción satisfactoria del término peoplehood, neologismo acuñado en inglés por Gonzalo Santos, ahora profesor de Bakersfield College, California, mientras era estudiante del doctorado en Binghamton University, New York, para mentar el modo propio, suigeneris, de ser un pueblo ( en el sentido que la palabra implica en Inglés) con sus propios patrones de poder, su propia historia, sus conquistas culturales, sus imaginario, conocimiento, lenguaje, memoria, su lugar en el mundo, pues, y que dice de manera más ceñida aquello que trato de decir, sin quedar satisfecho, con los términos de identidad histórica. Quizá sea mejor simplemente usar el neologismo en inglés.
[15] Obviamente, de esa hipótesis de trabajo no se desprende que los “indios”, como tales, hayan comenzado a movilizarse recién en los últimos treinta años. La lista de sus rebeliones e intentos de organización más permanente, por ejemplo en los países andinos, no es corta y hay abundante documentación al respecto. Pero mi propósito aquí no es historiar las rebeliones de “indios” después de la Colonia, sino indagar por las especifidades y por el sentido del actual “movimiento indígena”. Acerca de las luchas de los “indios” antes de ahora, puede consultarse, entre otros, Guillermo Bonfil Batalla: Utopía y Revolución. El Pensamiento Político Contemporáneo de los indios en América Latina. Nueva Imagen 1981. México; Varios: Democracia, Etnicidad y Violencia Política en los países andinos. IEP/IFEA, 1998. Lima, Perú. Varios: Sismo Étnico en el Ecuador. Abya Yala/Cedime, 1993. Quito, Ecuador. Rodrigo Montoya: Al Borde del Naufragio. Democracia, violencia y problema étnico en el Perú. Talasa Ediciones, 1992. Madrid, España. Debe tenerse en cuenta, además, que la mayor parte de las luchas indígenas fueron subsumidas como luchas campesinas entre 1930 y 1980. Sobre las luchas agrarias y campesinas, de Aníbal Quijano, Movimientos Campesinos Contemporáneos de América Latina. En S.M. Lipset y A.E. Solari: Elites y Desarrollo en América Latina. Paidós, 1967. Buenos Aires, Argentina.
[16] El debate respectivo, durante los años 50 y 60s del siglo XX, tomaron parte varios de los investigadores sociales peruanos y extranjeros. Véase, sobre todo, de François Bourricaud: Algunas características originales de la cultura mestiza del Perú Contemporáneo. En Revista del Museo Nacional, Vol. XXIII, 1954. Lima, Perú. De José María Arguedas, Evolución de las Comunidades Indígenas del Valle del Mataro y de la ciudad de Huancayo. En Revista del Museo Nacional, vol. XXVI, 78-151. Y de Aníbal Quijano La Emergencia del Grupo Cholo y sus Implicaciones en la Sociedad Peruana, originalmente publicado en Memorias del Congreso Latinoamericano de Sociología, Bogotá 1964, Colombia. Reproducido como El Cholo y el Conflicto Cultural en el Perú, en Dominación y Cultura. Mosca Azul, 1980, 47-117. Lima, Perú.
[17] Un estudio sistemático de esos movimientos sociales, de Aníbal Quijano Los Movimientos Campesinos Contemporáneos en América Latina. Originalmente, en Seymour Martin Lipset y Aldo Solari, comps. Elites y desarrollo en América Latina. Paidos, 1967, pp. 254-308. Buenos Aires, Argentina.
[18] Sobre mis propias perspectivas, puede verse Colonialidad del Poder, Globalización y Democracia, op. Cit. Y sobre las consecuencias de la neoliberalización-globalización en la sociedad latinoamericana, en especial en la estructura social y en la estructura de poder, mis propuestas de debate en El Laberinto de América Latina: ¿Hay otras salidas? En Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, vol. 10, No. 1, enero-abril 2004, Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Universidad Central de Venezuela, Caracas. También en Tareas, No. 116, enero-abril 2004, pp. 39-77. Panamá.
[19] Invitado al congreso de formación de la UNCA, me fue permitido asistir a esos debates.
[20] Guillermo Bonfil Batalla: México Profundo. ERA, 1988. México. Aníbal Quijano: Raza, Etnia y Nación en J.C. Mariátegui: Cuestiones Abiertas. Op. Cit.
[21] Véase de Felipe Burbano de Lara: Ecuador, cuando los equilibrios crujen. En Anuario Social y Político de América Latina, No. 3, 2000, pp. 65/79. FLACSO/Nueva Sociedad, Caracas, Venezuela. De Fernando Bustamante: Y después de la insurrección qué….. En Ecuador Debate, No. 49, Abril 2000, pp. 43/56. Quito, Ecuador.
[22] Las referencias respectivas en Los Movimientos Campesinos Contemporáneos en América Latina, op. cit.
[23] Entre los de mayor interés, por ejemplo, de George A. Collier with Elizabeth Lowery Quaratiello: Land and the Zapatistas. Rebellion in Chiapas. Food First Books, 1994. Oakland, California. Y Varios: Auroras of the Zapatistas. Local and Global Struggles of the Fourth World War. Midnight Notes. 2001, Jamaica Plain, MA, USA. Sobre Guatemala, de Kay Warren: Indigenous Movements as a Challenge to the Unified Social Movements Paradigm for Guatemala. En Sonia E. Alvarez, Evelina Dagnino and Arturo Escobar, eds. Cultures of Politics, Politics of Culture. Westview, 1998, pp. 165-196. Boulder, CO, USA.
[24] Poco tiempo atrás un dirigente aymara del lado peruano, en una entrevista, enfrentó agriamente a una periodista que insistía en llamarlo indígena: Señorita, yo no soy indio, ni indígena, soy aymara.
[25] Sobre Ecuador, véase sobre todo de CONAIE. Proyecto Político. Documento No. 4, Quito 2002. Sobre Chiapas, Auroras of the Zapatistas, op. Cit. Sobre Perú, han sido difundidos varios documentos. Principalmente, Propuesta concertada para incorporar los derechos de los pueblos indígenas y comunidades en la constitución política del Perú. Presentada por Miguel Palacin (CONACAMI), Antonio Iviche Quisque (AIDESEP), Hildebrando Ruffner Sebastian ( CCOICAP) y César Sarasara (CONAP), EL 14 de abril de 2003, después de la Gran Consulta Indígena sobre Reforma Constitucional, del 12-14 de ese mismo mes.
[26] Sobre el concepto de Bloque Imperial Global, Colonialidad del Poder, Globalización y Democracia, cit.
Publicado en Review (Fernand Braudel Center), Vol. 29 Nº 2, From Postcolonial Studies to Decolonial Studies: Decolonizing Postcolonial Studies, 2006.