por Luis Alberto Romero – La democracia que hoy tenemos nació junto con el movimiento de derechos humanos. En 1982, luego de la Guerra de Malvinas, la revelación de los crímenes de la dictadura marchó a la par del crecimiento de la civilidad, movilizada por una ilusión democrática. Espanto e ilusión se potenciaron recíprocamente. La Marcha por la Vida se fundió con la gran movilización de la civilidad del 16 de diciembre de 1982, y ambas fueron reprimidas por la policía. Por entonces, los partidos políticos se llenaron de afiliados y la protesta social estalló con fuerza. En 1983, la democracia y los derechos humanos llenaron periódicamente las avenidas y las plazas, hasta el clímax del 10 de diciembre, cuando asumió el presidente electo.
La lucha por los derechos humanos legitimó la nueva democracia y reforzó su novedoso carácter: republicana y pluralista, fundada en la libertad y en la ley. Toda una novedad en un país habituado a las dictaduras o a las democracias autoritarias de líder. Desde su origen, las organizaciones de derechos humanos se ubicaron por encima de la política y convocaron a todos a defender una causa esencialmente ética. En las elecciones, no tomaron partido, pero no fueron ajenas a su resultado. Alfonsín había participado de su lucha en la época dura y, a diferencia de Luder, declaró su intención de juzgar a los principales responsables de la represión.
Pero desde entonces los caminos de la democracia y de los derechos humanos se bifurcaron. En cuanto a la democracia, la ilusión inicial se fue tornando en desilusión a medida que se revelaban los límites de un gobierno sin recursos, endeudado y con un Estado deteriorado, que no podía satisfacer sus promesas mínimas de pan, salud y educación. El compacto respaldo civil que tuvo no alcanzó para subordinar ni a los sindicatos ni a los militares, alzados en la Semana Santa de 1987. En 1989, cuando la hiperinflación y los saqueos evocaron el precipicio, el nuevo gobierno obtuvo del Congreso amplios poderes. Nunca fueron devueltos, con el falaz argumento de la «emergencia permanente». Así, a la desilusión ciudadana se sumó la crisis de la institucionalidad republicana, que desde entonces fue en avance.
La pobreza -la gran novedad de la sociedad argentina- agregó otro factor al deterioro democrático. La precariedad de la existencia cotidiana, las falencias de la escuela, la policía y la Justicia conspiraron contra la formación de ciudadanos conscientes, respetuosos de la ley y preocupados por el interés general. Comenzó entonces a fructificar un nuevo modo de hacer política. Sus protagonistas fueron las autoridades gubernamentales, del presidente a los intendentes, quienes aprendieron el arte de transformar modestas ayudas estatales en paquetes de votos. De ese modo, el sufragio, orgullo de la democracia de 1983, fue tomando un sentido más instrumental que ciudadano. Finalmente, la crisis de 2001, que hasta llegó a afectar la autoridad presidencial, barrió con los partidos políticos y aun con la idea de la representación legítima, otro de los pilares de aquella democracia.
Por su parte, las organizaciones de derechos humanos se encontraron desde el principio algo descolocadas con la nueva democracia. Acostumbradas a un mundo dividido entre malos y buenos, se encontraron con una política diversa, que postulaba el pluralismo. Esta desubicación puede explicar el predominio del sector más intransigente, el de Hebe de Bonafini, convertida en vocero e ícono de la causa. Los intransigentes de los derechos humanos se colocaron en la vereda de enfrente de Alfonsín, desconfiaron de la Conadep, no valoraron los juicios a las Juntas y, sobre todo, objetaron que se pusiera en el mismo banquillo a militares y guerrilleros. Tras la crítica a la llamada «teoría de los dos demonios» comenzó a reaparecer la distinción, común en los años 60, entre la injusta violencia del Estado terrorista y aquella otra que se suponía legitimada por los ideales de sus perpetradores.
La intransigencia se consolidó con la ley de obediencia debida y con los indultos de Menem. Los «derechohumanistas» eran un colectivo complejo, y en sus voces se mezclaron registros diferentes. Junto a la de los doloridos familiares estaban los militantes de la democracia y la libertad, y también quienes habían simpatizado con las organizaciones armadas o participado en ellas. Algunos de ellos adoptaron con sinceridad el nuevo credo democrático, pero otros lo vieron sólo como un período de tregua y de recomposición de fuerzas.
En muchos, estas ideas coexistían en tensión. En los años 90, en el amplio espacio de oposición al menemismo, la balanza se fue inclinando hacia un setentismo nostálgico y corrosivo. Las nuevas generaciones transformaron a las «víctimas de la dictadura» en heroicos combatientes, y gradualmente reivindicaron sus objetivos y sus métodos. Horacio Verbitsky hizo una amplísima lista de «cómplices de la dictadura» y Hebe de Bonafini reclamó las armas y glorificó el terrorismo. La intransigencia fue arrinconando a muchos viejos defensores de los derechos humanos y descartando las ideas liberales originales, como el respeto a la vida.
Democracia y derechos humanos -ambos bastante distintos de los de 1983- volvieron a encontrarse en el gobierno de Néstor Kirchner. Desde 2003, la legitimidad del poder presidencial volvió de la mano del mando. Profundizando la senda de los 90, Kirchner concentró más autoridad, controló el Congreso, avanzó sobre la Justicia, subordinó a los medios y anuló las agencias de control. Con la caja fiscal construyó la base política del Gobierno y produjo los votos necesarios para sustentarlo. Mientras se reducía el espacio de la civilidad, la democracia republicana terminó de ser sustituida por el autoritarismo democrático.
La novedad estuvo en la justificación. La retórica neoliberal fue reemplazada por la nacional y popular, enriquecida con elementos de los años 70. El discurso oficial volvió a partir el campo político y a estigmatizar a los enemigos del pueblo, las «corporaciones destituyentes». El pluralismo de 1983 quedó sepultado por la renovada intransigencia facciosa, que sirvió de puente con el núcleo intransigente de los derechos humanos. Incómodos con la democracia, éstos se encontraron a gusto con una retórica afín con Carl Schmitt y con las prácticas de un caudillo mandón de provincia chica, con talento para apreciar las potencialidades políticas de una causa por la que nunca se había interesado.
Kirchner reabrió los juicios a los militares y abundó en gestos afines a la versión facciosa de los derechos humanos. Así interpeladas, las principales organizaciones dejaron la Plaza y se subieron a los balcones de la Casa de Gobierno. Abandonaron el elevado plano moral en el que habían nacido y asumieron sórdidas tareas políticas. Hebe de Bonafini fustigó con grosera violencia a los enemigos del Gobierno, y Estela de Carlotto encharcó su meritoria organización en el hostigamiento al Grupo Clarín. La integración se completó cuando este grupo, que conservaba la representación de los derechos humanos, se sumó al esquema de subsidios y corrupción instrumentado por el Gobierno. Fue emblemático que en Madres la tarea quedara a cargo de un parricida.
Así, los caminos de la democracia y los derechos humanos se reencontraron, en un punto muy lejano del original. A muchos esto les gusta. Para quienes nos sentimos a disgusto, nos queda la tarea de volver a reunirlos en el lugar adecuado. Por una parte -es bien sabido-, hay que reconstruir la democracia republicana, la ciudadanía y el pluralismo. Por otra, la sociedad civil debe construir y legitimar nuevas organizaciones de derechos humanos, liberadas del estrecho mandato inicial, pero no de su imperativo de fondo. Es cierto que hay muchos derechos nuevos, que son importantes. Pero también están los viejos. Hay aún muchas víctimas de la sorda violencia estatal y policial y hay otros derechos alienados en una sociedad con mucha hambre y muy poca ley. Alguien tiene que defenderlos.
Publicado en La Nación (Buenos Aires), 10 diciembre 2013. Reproducido aquí únicamente con fines informativos y comerciales.